Esta
no es la historia sobre un campo en medio de Irlanda que sale a subasta y que
un americano quiere convertir en un próspero negocio. Es la historia del
orgullo que le queda a un hombre a través de ese prado que salvó de la hambruna
a su familia y que quiere legar a su hijo. Tal vez porque no tiene nada más, o
puede que sea por esa estúpida cabezonería irlandesa que impide que los cambios
se produzcan con naturalidad. No quiere dinero, no quiere compensaciones, sólo
quiere su prado. Más allá de cualquier otra consideración terrenal, ese campo
perteneció a los McCabe durante generaciones y no va a venir ningún americano a
convertirlo en su precioso comercio de vistas privilegiadas mientras mira con
arrogancia las pintorescas costumbres locales.
Bull
McCabe, el viejo tozudo, tampoco es que saboree demasiada felicidad en su
existencia. Apenas se habla con su mujer. Es verdad que el dolor les visitó
cuando uno de sus hijos falleció por causas no demasiado claras y eso enfrió
cualquier posibilidad de acercamiento entre los dos. Es difícil superar eso. Y
más aún si se pretende arrebatar a McCabe ese campo que es el total de la
herencia que quiere dejar a su otro hijo, una especie de botarate que disfruta
con las brumas crueles que gasta a la viuda que es la aparcera del campo y que
no comparte con su padre su pasión por la tierra, ni por las costumbres o
tradiciones. Él sólo quiere el dinero para salir de allí y buscarse una buena
botella con la que pasar sus tardes interminables en Cork, o en Galway, o en
cualquier ciudad en la que merezca la pena emborracharse.
A
pesar de eso, Bull hará que su hijo luche por la tierra. La tierra se quedará,
pero las razones que impulsaban a Bull se evaporarán como las gotas de rocío
bajo el sol de la mañana de la húmeda Irlanda. Bull McCabe sabrá que nada
merecía la pena, conocerá el precio de la soledad y ya sólo le quedará esperar
a que un rayo le parta en cualquier explanada verde de su amada tierra. La
tierra. Las personas. Aceite. Agua.
Richard Harris estuvo extraordinario en el papel de Bull McCabe, marcando en cada una de sus arrugas la experiencia de una vida tan dura como su cabeza. El viento parece que habla a través de su barba, sus miradas son siempre más elocuentes que cualquier frase del diálogo. El director Jim Sheridan, irlandés de nacimiento, es una elección más que adecuada para llevar adelante esta película. Detrás de Harris, un reparto de solidez contrastada con nombres como Sean Bean, Brenda Friker, Tom Berenger y un fantástico John Hurt, poseedor de todos los secretos de los habitantes del pequeño pueblo cercano al prado del título. Resulta muy curioso comprobar cómo, con apenas un mimbre de historia, centrada en algo prácticamente anecdótico, se convierte en una trama que acaba por ser vibrante, llena de energía, que huye premeditadamente de la trampa de la melancolía para ser un tratado sobre la ira y la terquedad. Al final, es verdad, queda un regusto a corto, a que no se ha llegado a llenar la apetencia por una buena historia, pero se ha visto a un monstruo en escena y eso es algo que nunca se debería perder.

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