miércoles, 25 de junio de 2025

LAST ORDERS (2001), de Fred Schepisi

Toda una vida compartiendo pintas de cerveza. En realidad, mirado fríamente, puede ser el plan más aburrido que uno es capaz de imaginar. Sin embargo, es perfectamente comprensible que sea lo más parecido a la felicidad que han experimentado un grupo de amigos. Y, sin duda, nada volverá a ser lo mismo cuando uno de ellos coja el tranvía sin vuelta. No obstante, los recuerdos permanecen ahí, como si hubieran ocurrido el día anterior, con la sonrisa y la complicidad en la orilla de los labios, además de un poco de espuma de la jarra. Uno de ellos muere y deja unas cuantas instrucciones porque quiere que sus cenizas sean arrojadas al mar. Quiere hacer un último viaje con ellos antes de decir adiós del todo. En ese viaje, se recordará todo, incluso y especialmente, la relación del fallecido con su mujer, una historia de amor. Somos lo que fuimos. Y estos individuos que, en vez de manos, poseen asas de jarra, fueron, ante todo, amigos.

Y resulta un viaje que, a la vez que amargo, también es placentero. Es como un regodeo incesante en un dolor que va a ser difícil de llenar, pero que también ha formado parte de los momentos más álgidos de unas vidas que, es posible, hayan sido demasiado tristes. No importa que se haya ido ese amigo tan especial. Siempre permanecerá. Igual que hay personas que no dicen adiós. Sólo cambian de forma. Igual que la cerveza que espera en el barril. Se despide del resto de litros. Sale por el grifo y aparece atractiva y espumosa en un vaso antes de ir hacia su tumba definitiva y posterior eliminación orgánica. Sólo cambia de forma, pero ha dado unos momentos extraordinariamente buenos. Unas risas. Unas confidencias. Unas palabras que, en estado de total sobriedad, quizá nunca hubieran sido dichas. Una mujer irrepetible. Un hombre para la barra eterna. Las últimas órdenes. El mar bajo la lluvia.

No cabe duda de que el principal atractivo de esta película reside en sus intérpretes. Gozosos, tremendos, disfrutando de cada plano que ruedan y que trasladan a quien ose acercarse a compartir una pinta con ellos. Ellos son Michael Caine, Bob Hoskins, David Hemmings, Tom Courtenay, Ray Winstone y la mujer del primero, Helen Mirren. En todos esos rostros de intérpretes irrepetibles están todas las respuestas e, incluso, caben algunas preguntas. El resultado es una película bonita, entrañable, que se deja ver y que hace sentir bien sin llegar a ser en ningún momento eso que se ha dado en llamar feelgood movie. Es la vida depositada en un barro de cerveza. Es la carcajada de unos cuantos tipos con tragos de más en la garganta y cariño a raudales por el resto. Somos lo que fuimos, como diría Tennyson. Y ahí es donde reside la huella de lo que dejamos atrás. Con todas nuestras frustraciones dentro. Con todos nuestros éxitos también. Con todos nuestros amores y nuestras decepciones. En el fondo, puede que un taburete en una barra sea el sitio perfecto para hacer nuestras más íntimas confesiones. Y allí, en un bar cualquiera, dejemos testimonio de lo que fuimos para ser las cenizas de hoy.

 

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