Cuando
se llega a cierta edad, no hay maquillaje capaz de tapar las abismales grietas
que causan las arrugas. Y eso no tiene mayor importancia para los seres humanos
comunes y corrientes, pero resulta un problema de fuerza mayor para una corista
que lleva treinta años con el mismo espectáculo. Ya no tiene ese rostro
angelical que lucía hace años y el show en el que trabaja va a echar el cierre.
Es un verdadero aprieto buscar un nuevo trabajo porque ya, con cincuenta y siete
años en el carnet de identidad, nadie va a querer contratarla. Aparecen los
miedos, las inseguridades, los errores y, por supuesto, el precipicio, casi
insalvable, de un futuro incierto.
En ese peregrinar por
una nueva vida, se cruzan colegas de siempre, que ya han emprendido antes el
mismo camino y ahora tratan de ganarse los cuartos sirviendo las mesas de un
casino y, de vez en cuando, se suben a una tarima para demostrar que quien tuvo
retuvo. Las luces ya no alumbran con tanta fuerza. Esas irritantes arrugas se
forman en el contorno de los ojos, la mirada ya no es tan fulgurante. El
espectáculo, en la línea de los del Folies Bergére, ha quedado anticuado y ya
nadie se acerca a comprar una entrada para disfrutar de figuras casi perfectas,
sonrisas cristalinas, brillos conseguidos con lentejuelas y transparencias. Es
la hora de plantearse un retiro y Las Vegas resulta tan fría como impasible. A
nadie le importa la suerte de una corista, que no ha pasado de la tercera fila
y que ha tenido sus líos con el regidor, su hija no deseada y su vida
malgastada.
El drama llega a ser
trágico aunque no haya muertes, ni desesperaciones manchadas con la verdad que
siempre imponen los años. Es solamente el cambio de vida, el no saber cómo van
a ser las cosas y la certeza de que hay solamente un peldaño de distancia con
la miseria. Las noches ya no van a tener ese momento de prisa, de premura en el
cambio de vestuario, de tacones vertiginosos y de cremas desmaquillantes. Van a
ser noches en casa, con algún penoso programa de televisión como compañía,
quizá con una copa en la mano y con un buen puñado de recuerdos, no todos
agradables, pero que conforman una época que, para ella, fue muy cercana a la
felicidad. La edad no perdona y las jóvenes vienen empujando con otras maneras,
otros gestos, otra sensualidad mucho menos sugerida.
La directora de esta película es Gia Coppola, nieta de Francis Ford Coppola, y su realización, en muchos momentos, resulta muy poco acertada por esa obsesión por acercar tanto la cámara que el espectador no es capaz de descifrar los movimientos callejeros de la protagonista. En su piel, Pamela Anderson hace un trabajo muy meritorio, que revela la actriz que llevó siempre dentro y que nunca vio la luz porque el físico se imponía por encima de cualquier atisbo de talento. Tal vez hubiera merecido una nominación mucho más que otras candidatas este año. Y, desde luego, Jamie Lee Curtis hubiera merecido otra como actriz secundaria encarnando a esa amiga que está bajando cuidadosamente todos los escalones de la humillación sin dejar de ofrecer una fachada teñida de sentido del humor. Ellas dos son las principales razones para ver esta película que resulta bienintencionada y severa porque nadie se ha preocupado de estas chicas que durante décadas se han dedicado a alegrar la vista a cualquier que haya querido disfrutar de ellas, trabajando honradamente y que, cuando las grietas en su piel se hacen barrancos, nadie quiere volver a oír hablar de ellas.
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