viernes, 4 de julio de 2025

DEAD END (2003), de Jean Baptiste Andrea y Fabrice Canepa

 

En el mundo perfectamente ordenado de Frank Harrington, no cabe el error. Todos los años, en Nochebuena, él conduce el coche para llevar a toda su familia a cenar con su suegra. Es de noche y la visión es clara. Sin embargo, por aquello del cansancio, Frank decide coger un atajo. Y ése va a ser el mayor error de su vida. Esa carretera que no tiene desvíos, ni cambios de sentidos, ni señales, comienza a ser el recibidor de un destino que no se puede evitar. Todo comienza porque ven a una chica vestida de blanco en el bosque que les rodea. Frank puede ser un hombre de costumbres, pero no es un desalmado. Para el coche y parece que la chica está conmocionada. Lo mejor es que suba y llevarla al hospital más cercano. La carretera sigue y sigue. Y, de alguna manera, parece que el paisaje, monótono en su repetición de árboles gemelos, siempre es el mismo. Es como estar en un tiovivo. Siempre los mismos árboles. Siempre los mismos detalles. Siempre todo igual. Sólo que esta vez hay una forastera en el coche que es sumamente misteriosa.

Esta es una película pequeña, sin pretensiones, con un reconocible actor secundario como Ray Wise, reconocible en cientos de títulos, haciendo esta vez el papel de protagonista. El presupuesto es mínimo. Apenas es un coche con sus ocupantes en una carretera perdida que parece no tener ninguna salida. Sin embargo, el guion es ingenioso debido también a sus directores, los franceses Jean Baptiste Andrea y Fabrice Canepa. Tanto es así que, según avanzan los kilómetros, vamos adentrándonos en una película de terror con un desenlace muy inesperado. Toda la película está admirablemente contenida en las despreocupadas actuaciones de los intérpretes que se van tensando paulatinamente, con mesura y con razón. El terror es como una piedra oculta que se va acercando con premeditación y está acompañado de una tensión que resulta el mejor pasajero para este viaje nocturno hacia la nada, o hacia el todo, o hacia…pongan ustedes el destino, por favor.

Así que ya saben. Mucho cuidado con quien suben a su coche en mitad de la noche, con la familia, en una carretera impoluta e impresionantemente solitaria. Puede que tengan la sorpresa de su vida o, según se mire, de su muerte. Y es que, en el fondo, no hay nada mejor en la vida que la rutina ordenada a la que estamos acostumbrados. Después del pesado día, deberíamos relajarnos y compartir unos momentos de confianza y tranquilidad porque lo turbio espera ahí fuera. Está agazapado, listo para saltar y envolvernos, por mucho que sea en medio de un bosque frondoso que se repite como las imágenes de un kinetoscopio en cuyas ventanillas nos atrevemos a mirar. Sólo que quizá la animación se halle a este lado de la pantalla que gira. O de la carretera que se alarga. O del pretendido orden que intentamos llevar en una vida que se empeña en matarnos a sustos y a giros imprevistos. No olviden llevar vino. La cena de Navidad sabrá mucho mejor.

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