Tradiciones, tradiciones, siempre tradiciones. Son esas costumbres que nos han dictado nuestros antepasados y que imponen un ritual repetido con cierta asiduidad. Sin ellas, el pueblo judío se vería notablemente alterado en su identidad, perdería parte de su esencia y, desde luego, ¿quién sabe? Tal vez Dios permitiría que el cielo se desplomara sobre nuestros pecados y entonces ya no quedaría nada de nosotros. Quizá por castigo, quizá por venganza. Eso no le corresponde decidirlo al hombre.
Luego está esa otra tradición que interfiere en todas las demás. El amor. Esa cosa prescindible que solo aparece cuando el roce se hace costumbre y, por tanto, se convierte en tradición. Los jóvenes de ahora quieren casarse por amor. ¿Lo han leído bien? Qué tontería. El impulso juvenil les impide ver con claridad que nuestra vida, sin tradición, sería tan difícil como el equilibrio de un violinista en el tejado. A Dios solo le interesan las peticiones humildes. El trabajo, el esfuerzo, la salud de mi zopenco…todo eso son cosas que él escucha. No le interesan los deseos de convertirse en hombres ricos que a todos nos atenaza, queriendo ser respetados por nuestro dinero, ensalzados por nuestra palabra sostenida por una posición de privilegio. Él quiere que la madre se encargue de las cosas propias de las madres, que los padres traigan el fruto de su sudor a casa, que los hijos ayuden en las tareas y aprendan lo que les aguarda en la vida adulta. Dios, desde luego, no juega a los dados. Y el amor, perdónenme que les diga, es una partida de dados continua.
Y luego, por supuesto, está la vida. Esa vida cicatera que nunca regala nada aunque, en ocasiones, pensemos que sí. La vida, de hecho, solo se preocupa de quitarte lo que te has ganado a pulso. Los políticos persiguen a los que les conviene. La gente vitorea porque les dicen que lo hagan. El destierro es la pena del corazón que obliga a dejar atrás todo por lo que se ha luchado. Pero, eso sí, siempre llevaremos con nosotros las tradiciones. Esas no nos abandonan por mucho que lleguemos a sufrir. Incluso en el destierro, el violinista bajará del tejado, pondrá su instrumento debajo del brazo y nos seguirá a donde quiera que vayamos. Y que la vida se vaya a hacer…perdón, perdón…
Extraordinaria la música de Jerry Bock y Sheldon Harnick orquestada por John Williams e interpretada con los fantásticos solos de violín de Isaac Stern, El violinista en el tejado es una radiografía viva de la pobreza que contrasta vivamente con el optimismo y la fuerza de unos seres que luchan por conciliar la tradición con la que han crecido con los dictados del corazón. La coreografía inspirada en los bailes de Jerome Robbins irradia carácter y dificultad, como el impresionante baile de la botella, que sella la unión de la hija mayor de Tevye, el protagonista, maravillosamente interpretado por Chaim Topol en el que es el mejor papel de toda su carrera. A pesar de la distancia física y cultural que nos separa de los entrañables personajes, hay algo en toda ella que nos indica la casi insalvable dificultad que suponen nuestros prejuicios y nuestros esquemas mentales que anteponen la seguridad a la felicidad. Y todo debería ser al revés. La vida, esa malvada cicatera, es tan sencilla como eso.
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