Hace tiempo que se vendieron los pasaportes que llevaban directamente al fracaso y Terry Malloy se quedó con uno de ellos. En su interior, anidaba ternura pero, también, una tremenda ingenuidad. Creía que haciendo lo correcto iba a poder llegar a lo más alto. Con sus puños, con sus cejas rotas y su mirada buscando respuestas. Pero no consiguió contestar a ninguna. Siempre hizo lo que dijeron que hiciera. “Chico, ésta no es tu noche”, “Chico, ve a ver a Jimmy y hazlo subir a la azotea”, “Chico, cuenta estos billetes, a ver si eres capaz”,”Chico, mira a ver cuántos sacos están ahí apilados y luego échate a dormir”. “Chico, no digas ni una palabra”. “Chico, calla ante la muerte…”.
Y Terry calló y contó y se confundió y dejó que los sentimientos entraran en él con la fuerza de un directo al mentón. La vida no es mucho más que un montón de asfalto mezclado con la sal del puerto, unas cervezas en cualquier tasca y un par de mamporros bien dados, con risas de por medio, para dormir bien la chispa y encender el poco cerebro que puede quedar. Sin embargo, hay algo que puede más que la inteligencia y es la dignidad. Ya está bien de perder, ya está bien de ir a coger el tren de los fracasados para quedarse en el último vagón sin tener ni la más mínima oportunidad. El silencio es ensordecedor cuando se quiere decir algo y decirlo bien alto. Ahí, en ese punto de chasquido, es donde los huesos comienzan a romperse y los pensamientos tienden a definirse hacia el lado correcto o hacia la corrupción. No, Terry, a pesar de haber perdido cuando tenía que ganar y haberse dejado utilizar por su hermano, por unos cuantos mafiosos de medio callejón y por las húmedas calles cerca del mar, no se va a corromper. Puede ser insoportablemente ingenuo, pero es insoportablemente hombre. Y se va a enfrentar no solo a esos ladrones que no dejan de jugar con el miedo de la gente, sino también a todos los que creen que la delación es el acto más sucio al que puede llegar un perdedor. Más que nada porque en la misma delación, en la misma lucha a favor de los que trabajan hasta que las manos estallan en sangre, está la victoria, está ese combate que a Terry Malloy jamás le dejaron ganar. Y así, entre lágrimas y heridas, entre fríos mortales y huesos clamando por su ruptura, Terry volverá a trabajar, llamando a todos los demás, haciendo que callen las repetitivas sirenas de los barcos y dejando bien claro que la gente que juega con el miedo no es nada si comienzan ellos mismos a tener pánico de la verdad que nadie se atreve a decir.
Siempre que veo esta película, me recorre un escalofrío de emoción, de admiración por un guión que está tan admirablemente bien escrito, por una dirección que halla el tono adecuado para entonar y justificar su propio mea culpa y por unos cuantos actores que decidieron hacer algo justo y grande para que el cine fuera algo más que entretenimiento. Entre todos ellos, había uno, Marlon Brando, que consiguió hacer que el público sufriera sus cicatrices, se enterneciera con sus palomas, quisiera triunfar aunque solo fuera una vez y se enamorara infantilmente de la misma inocencia. La ley del silencio es una película impresionante, única, delatora, justificadora y abrumadoramente cercana.
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