A veces, casi sin querer y a través de muchas aventuras, la venganza deja de tener sentido para convertirse en odio. Los aceros hablan por boca de los hombres y el cortejo alado de las palomas que se baten en el aire resuena con sus leves chasquidos en busca de la carne débil. Es una época donde la ley se dicta solo desde los lujosos sillones de terciopelo y el amor es tan caprichoso como poco duradero. Hombres apuestos que practican el duelo como deporte, tan solo para quitarse a unos cuantos enemigos políticos, o a unos pobres diablos incómodos que se acogen a la cazoleta como el último recurso para defender un honor que no poseen. La aristocracia absolutista de Francia está dando sus últimas bocanadas porque ya corre el deseo de rebelión y el teatro de los nobles deja paso a lo burlesco, a la nada disfrazada de risa porque el todo está en la riqueza, en el lujo, en el despilfarro y en la arrogancia que da la superioridad social, siempre falsa, siempre despreciable.
Sin embargo, hacer reír es sublime. Es un rato en el que el pueblo parece tener una ilusión de libertad en medio de tanta espada ensangrentada y de tanto abuso sin moral. El Senado se convierte en un escenario donde se dan cuenta de las bajas y siempre hay un hombre que resulta vencedor. Solo que ese hombre no sabe que hay otro preparándose bajo una máscara, que le va a disputar el amor y la vida. Viejos conceptos de caballeros de verdad que se esconden bajo la apariencia del humilde. Los caballos corren por los caminos y por los prados. Tal vez porque sus propietarios llegan tarde al teatro, o a la cita romántica, o al ineludible encuentro con la muerte.
Quizá nadie en toda la historia del cine ha rodado los duelos a espada como George Sidney. Dio verdaderas lecciones que, más tarde, han sido seguidas por muy pocos. Concebía los embates del acero como verdaderas coreografías bailadas y ya en Los tres mosqueteros puso a Gene Kelly como D´Artagnan para asegurarse de que fuera así. Sin embargo, aquí, en medio de una platea que asiste atónita a un inusitado duelo, Sidney supo realizar una de las mejores esgrimas jamás realizadas en el cine. Imaginativa, sobria, dando a cada acción el plano adecuado y contando con la colaboración inestimable de dos hombres que sabían perfectamente cuál era el siguiente movimiento del otro como Mel Ferrer y Stewart Granger. Y, además, en ese duelo, se ponía en juego también la misma moral que tan ausente estaba en la nobleza que explotaba sin piedad al pueblo oprimido.
Mención especial merece Stewart Granger en una película que, bajo su apariencia de capa y espada, esconde una caracterización sorprendente del actor en un registro cómico bajo la máscara de Scaramouche, bufón de bastidores y bambalinas que encanta con su lenguaje corporal y, por supuesto, la belleza salvaje y atrayente de una Eleanor Parker que supera con creces a su ingenua rival, menor en estatura y en interpretación, como es Janet Leigh. Pero eso es lo de menos. Lo de más es que es una película pensada para disfrutar, para reír, para sopesar la habilidad del contrario con el filo cortante de un arma que, aquí, en esta película, se convierte en todo un arte filmado con brío, con elegancia y con impresionante sabiduría.
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