Todo
el mundo cree que tener poderes psíquicos es una bendición y una ventaja
cuando, en muchos casos, es lo contrario. En ocasiones, el psíquico se ve
obligado a ver cosas que no han ocurrido y que no puede contar porque son
manifestaciones de horror, muertes injustas, finales definitivos, sufrimiento
sin medida. Y aún lo es más si esos poderes psíquicos se ponen al servicio de
la policía para atrapar a un asesino en serie que posee algo que no suele ser
muy habitual como la piedad.
Pero ese asesino aún
guarda un par de sorpresas más en la manga como es el hecho de que también
posee poderes psíquicos que son aún mayores a los de su contrincante. Es
entonces cuando se plantea un maquiavélico juego de ajedrez entre mentes que tratan
de escrutar el siguiente movimiento del otro y, para evitar que su mente sea
leída, se escoran hacia lo inesperado, lo impensable, lo sorprendente. Es un
duelo de pensamientos en el que se dirime la bondad de cada uno a niveles
distintos. Más que nada porque, en este tipo de desafíos, siempre se olvidan de
la propia condición humana de cada uno de ellos.
Tal vez porque ver
tanto sufrimiento también es causa de piedad y se actúa por egoísmo, o por el
deseo de hacer un bien común. Pero esta variable jugada en los parámetros de
Sigmund Freud como árbitro tiene una contrapartida. Se llama tiempo. Nadie está
capacitado ni justificado para quitar el tiempo que le queda a otra persona por
mucho que ya esté condenada. El libre albedrío debe ser norma en el comportamiento
del ser humano y ahí es donde radica gran parte de la libertad del individuo.
Negar esta evidencia es entregarse a una maldad disfrazada de altruismo. Y es
entonces cuando la premonición se convierte en un punzón mortal que vacía la
sangre de las víctimas.
No cabe duda de que
Anthony Hopkins es el principal activo de esta película. Sobre él pivota gran
parte del argumento y la historia tiene momentos muy álgidos mientras él domina
y controla la investigación apasionante que emprende la policía en busca de un
psicópata que no deja ningún rastro, que no da ninguna oportunidad y que, en
todo momento, va por delante de los sabuesos. En el mismo momento en que
aparece Colin Farrell, ya en el último tercio, todo se tambalea, la narración
se desequilibra y la presencia de Hopkins se hace, si cabe, aún mayor. Puede
que esa sea la consecuencia de moverse en la sombra de clásicos como Seven, de David Fincher y de llevar un
guión que no está demasiado trabajado en sus últimos compases. Quizá porque no
hay ningún psíquico tras él. O, tal vez, porque hay un gran actor intentando
salvar el barco.
Y es que prever el
sufrimiento es el embalse de un buen puñado de lágrimas derramadas con todo el
dolor y toda la sabiduría. No se muere con dignidad, se vive con ella. La
muerte es un pasaje al que no se le tendría tanto miedo si se nos garantizara
el tránsito hacia ella sin sufrimiento y somos débiles y lloramos ante la burla
de un destino que nos arrebata lo que más queremos. En el rostro, se nos
dibujan las arrugas de la pena y las sensaciones son pliegos de papel que se
contraen, como palabras dichas al aire que nadie recoge en noches sin sueño. La
variable Freud hace su trabajo y elimina todas las circunstancias que no se
pueden encarar y nos otorga lo único que realmente nos falta y que es un tesoro
en nuestros latidos. Es el tiempo que nos queda.
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