El mar no es solo un enorme
lienzo donde se dibuja la muerte y el devenir. También es un gigantesco manto
donde esconderse. Y cuando el acorazado de bolsillo Graf Von Spee se dedica a
burlar a toda la Armada británica, entonces ya es un lugar lleno de recovecos
imposibles, de camuflajes elaborados y de caballerosidades envidiables. Allí,
en el Atlántico Sur, se teje una trampa con tres cruceros que solo tendrán un
objetivo. Dar caza al acero más peligroso que surca los mares. La batalla será
cruenta y larga, con un continuo jaque mate que, por obra y gracia de la
habilidad, se convertirá en un movimiento más en los escaques del mapa. Los
cañones rugen, la admiración se gana. No hay que ofrecer el costado, sino el
frente y ahí el más rápido es el que lleva ventaja. Todo parece una
interminable partida por la supremacía de los mares y el Graf Von Spee se
refugiará en un puerto neutral. Y la neutralidad, mal que pese a todos, también
toma partido.
El acontecimiento se torna en algo
que da la vuelta al mundo esperando el desenlace de una guerra que, en
ocasiones, obedece a unas reglas absurdas. El barco alemán será reparado y en
la desembocadura del río esperan los ingleses, dispuestos a disparar a la vez y
sin ninguna piedad. El monstruo acorazado que se les va a venir encima es de
mucho cuidado y hay que tener el delta tan cerrado que no se cuele por ahí ni
un pez guppie. El estuario será el recorrido de una celda y la espera no puede
ser interminable. La diplomacia se mueve y la política se remueve. Británicos,
franceses y alemanes comparten despacho con la mediación de una nación pequeña
que tiene toda la baraja en su mano. El Río de la Plata se teñirá de sangre y
fuego porque es la única solución en tiempo de guerra. La guerra llama a la
guerra. O tal vez, muy de cuando en cuando, también al sentido común. Porque
quizá es preferible renunciar al derramamiento de sangre inútil que a la
consecución de una victoria histórica. Los lobos de mar no siempre están
hambrientos de gloria y los cañones lucen sus bocas hacia el cielo, como
suplicando no volver a disparar. Honor. Respeto. Sí, también hubo eso en tiempo
de guerra, en tiempo de matar y de morir. Parece mentira pero ahí estuvieron
dos cineastas de estilo claro y maravillosamente amplio como Michael Powell y
Emeric Pressburger, auténticos planificadores capaces de narrar una batalla
desde los puentes de mando de los barcos implicados, dotando de humanidad a los
personajes en medio de la situación más inhumana posible. Las aguas se abren y
la voz en la radio se enronquece. El desenlace se precipita y todo queda
enterrado en el terciopelo del mar gris con vetas blancas. Y el sabor de la sal
se queda en el paladar, creyendo que el sol no tiene piedad y que todo seguirá
hasta que no reste nada flotando. Solo un sueño. Solo el arrojo de unos cuantos
hombres que creyeron poder abatir a un gigante con astucia y anticipación.
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