El Oeste ya no es lo que era. Los
cuatreros de caballos parecen los buenos frente a los terratenientes ganaderos.
Los asesinos profesionales padecen de una tranquila locura que solo se desata
cuando tienen que usar la pólvora. Dos hombres conducen a un tercero a la horca
y hablan de lo bonito que es el paisaje y de lo especial que será a partir de
ese momento. Quizá haya que morir con los tiempos. O, mejor aún, habrá que
adaptarse a los rápidos de ese río llamado vida.
Y es que no es fácil convertirse
en un afanoso granjero cuando uno se ha dedicado a robar caballos por lo ancho
y largo de la frontera. Un delito grave, desde luego, pero lo importante es
saber que los amigos están allí, compartiendo una garrafa de whisky o,
simplemente, recordando aquel tiro gracioso que voló el pie a un inútil
mientras había una refriega en el bar. Las pérdidas se lamentan porque, al fin
y al cabo, son hombres que sienten, sufren y mueren. Dedicarse a algo que está
fuera de la ley como el robo de caballos es solo un accidente de los tiempos.
Quizá el íntimo deseo de estos ladrones sea establecerse en algún sitio bonito
y trabajar la tierra, mimarla, sufrir con ella y, tal vez, encontrar a alguna
buena mujer que tenga la cena preparada por las noches.
Ser un terrateniente, a menudo,
implica tomar decisiones exentas de corazón. Una de ellas puede ser contratar a
uno de los asesinos más eficaces y atípicos de las praderas. Un individuo que
aparece y desaparece como un fantasma, que estudia a sus sospechosos hasta la obsesión
y que tiene reacciones que parecen sacadas de un manicomio para criminales.
Solo que él cobra por ser un criminal. Solo tiene que eliminar a unos elementos
que se han dedicado a tomarse la justicia por su mano, a robar caballos sin
ningún freno y a no respetar a los respetables latifundistas que crían ganado y
se llenan las manos de dinero aunque eso cueste alguna que otra vida. El
asesino crece bajo la apariencia de la amabilidad más ladina y eso es lo que lo
hace aún más inquietante. Tanto es así que, cuando muera, será testigo de su
propia muerte.
El Oeste revisitado bajo una
mirada totalmente diferente, desmitificadora, levemente triste y algo
despreciada. Como queriendo decir que en aquella época no hubo héroes, ni
leyendas, ni nada admirable. Solo hombres que trataron de sobrevivir en un
medio hostil que los hombres lo hacían aún más inhóspito. Muy propio de un
director como Arthur Penn que no dudó en contar con dos actores de la talla de
Jack Nicholson y Marlon Brando para establecer un duelo apasionante de
reacciones inesperadas pero, no por ello, menos lógicas. Hay algo de mágico y
de extraño en la película, como si no se pudiera aprehender por los bordes y se
derramase inevitablemente por la orilla de la comprensión. Algo así como
intentar cruzar un río a lomos de un caballo y ser arrastrados por la
corriente. Algo así como poner algunas mentalidades contemporáneas en medio de
una época que era salvaje e incomprensible. ¿Una locura? Tal vez. Y, sin
embargo, en alguna parte misteriosa, parece que hay un pequeño atisbo de
genialidad.
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