Las olas rompen contra los
acantilados salvajes sin piedad en una inacabable sinfonía de espuma y
salpicadura, como queriendo recordar continuamente que allí solo existe el
crimen. La casa se alza majestuosa e incólume, sin mancha en su fachada azotada
por el viento, esperando la asunción de culpas y la sangre coagulada. Todos han
acudido allí por una razón distinta pero todos tienen algo en común. El crimen
puede unir mucho si de ello depende la vida. Poco a poco, los negritos van
cayendo y la canción se queda suspendida en el aire, anunciando el modo en el
que van a caer. Las sospechas se mueven de uno a otro como si fueran notas
alocadas en un pentagrama de culpabilidad. Al principio, no deja de ser un
accidente. Después, una casualidad. Más tarde, la presión llega a ser tan
exigente que no queda más que echarle la culpa al mayordomo. Por último, cuando
ya el número de supervivientes es demasiado reducido, se buscan aliados porque
la sospecha, aunque legítima, también puede equivocarse. Las noches son
oscuridades completas donde el mal se siente acogido y todas las mañanas la
sorpresa se instala en la mesa de reuniones. Hoy no está uno; mañana, otro. La
lluvia aparece con su rugido de tormenta y la lógica comienza a estar regida
por el surrealismo. Arriba y abajo, comprobando. Siempre tres. Nunca dos. El
vecino es el culpable. El pasado, también.
Y todo gira en torno a que es
mejor despedirse de la vida intentando hacer algo útil para una sociedad que
falla en sus leyes. De ahí se despiertan complicidades en caracteres débiles
que parecen más fuertes. De ahí también se desarrollan cariños que parecen
imposibles en un entorno tan solitario que solo dan ganas de gritar para no
saberse solo. Las cenas se hacen eternas con los cafés, las copas, los cigarros
y las revistas. Parece imposible que un asesino entre asesinos sea capaz de
asesinar a todos los demás. Aunque también hay un vacío en ello porque no todos
han matado o causado la muerte de alguien. Solo la conciencia es capaz de
acusar. El billar se mueve y coloca todas las bolas en los agujeros. La mansión
parece inclinarse hacia adentro, como queriendo ahogar la angustia. La playa
también emite su veredicto. La horca espera.
No deja de ser un intento
bastante atípico que a una autora como Agatha Christie le esperara una
adaptación de su novela por parte de un francés como René Clair. Y, aunque hay
algún personaje excesivamente caracterizado como es el caso de Richard Haydn en
el papel del criado, hay un aire abrumadoramente fresco dentro de esa historia
viciada por la sospecha con detalles como la cámara pasando a través de los
ojos de las cerraduras para que todos, incluido el espectador, se espíen sin
recato en busca de la mente criminal que ha urdido esta trama de culpabilidad y
muerte. Con un reparto formado exclusivamente por secundarios entre los que
destacan, por supuesto, Barry Fitzgerald y Walter Huston, Diez negritos nos devuelve al universo de la claustrofobia no solo
causada por el entorno sino también por los errores de un pasado que ha dejado
demasiadas cuentas pendientes por cerrar. Es el momento de saldar las deudas.
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