Debido a las festividades de esta semana, sólo publicaremos el jueves el artículo relativo al esperado estreno del viernes anterior. Retomaremos el ritmo habitual a partir del martes 12 de diciembre.
Todo depende del punto
de vista con el que se observen las cosas. Cuando la mirada es propia, es más
fácil darse cuenta de las estrecheces del cerco policial que acosa a un evadido
de la cárcel. También hay un peso moral, de cierta envergadura, que se mezcla
con la rabia porque nos damos cuenta de que ese hombre, que somos nosotros, fue
condenado injustamente. Mientras tanto, la historia de uno mismo, se dibuja a
través de los personajes con los que se encuentra. El tipo despreciable que te
recoge en la carretera y empieza a hacer preguntas incómodas, el taxista
solitario que no se sabe muy bien qué intenciones guarda, el doctor en cirugía
plástica al que le han quitado la licencia y que resulta ser un individuo
bastante repugnante y ella…sólo ella…nada más que ella. Con ella, la luz del
día resulta diferente y la idea de libertad se vuelve irremediablemente
atractiva. Con ella, la música suena a pesar de tener a toda la policía
pisándote los talones. Con ella, sencillamente, la esperanza es posible y eso
es algo que Vincent Parry perdió cuando cerraron los barrotes tras él.
Claro, que hay algo
más. Primero está George. Un buen amigo. De él se puede fiar cualquiera. Algo
inocente, tal vez, pero está dispuesto a ayudar. En el fondo, volver a verle,
aunque sólo sea un momento, resulta reconfortante. Y también está Madge…esa
víbora que resulta, a partes iguales, atractiva y rechazable. Su lengua bífida
se dispara en todas las direcciones después de que sus ideas pasen por el
corrupto horno de su mente. Siempre piensa en lo peor y es condenadamente
lista. Retuerce las cosas hasta lo impensable y, a partir de ahí, se monta su
propia versión de los hechos. Habrá que cambiarse la cara. No están los tiempos
como para ir enseñando tus facciones por ahí. Madge te puede reconocer. La
policía te puede reconocer. Incluso tú te puedes reconocer.
Así que una vez que
está resuelto el problema del espejo, nos volvemos a poner en la piel del
espectador para asistir a los intentos desesperados de un hombre por demostrar
que es inocente. No resulta fácil porque da la casualidad de que, allí por
donde pasa, va dejando un reguero de fiambres. Y se le están acabando las
oportunidades. Sólo la presión podrá serle de ayuda y, tal vez, su nueva cara.
Esa misma que hace que un hombre tan feo sea irremediablemente guapo. Esa misma
que parece surcada por cicatrices de vida y no de operación. Esa misma que hace
que, de alguna manera, nos adentremos por un pasaje de oscuridad esperando
encontrarnos con el odio de aquellos que nunca supieron lo que había en nuestro
interior.
Humphrey Bogart no está
en esta película. Lauren Bacall es la misma luz. Delmer Daves es el autor de
una maravilla visual. Y el público, en su día, no supo entender que esta
película es un estupendo intento de evolución que sobrepasa el buen gusto y las
intenciones de La dama del lago, de
Robert Montgomery, realizada dos años antes. Así que es mejor sentarse en la
oscuridad, que nadie nos vea la cara, y, extasiados, dejarse llevar por la
personalidad de otro…
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