Todo
aquello que llamamos rutina no lo es tanto si lo pensamos un poco. Es posible
que hagamos lo mismo una y otra vez, pero los días no son iguales, los estados
de ánimo, tampoco. Quizá la mejor celebración sea la perfecta normalidad y nos
hemos acostumbrado a denominarlo “rutina”. De repente, un día deja de ser
normal y la vida se coloca del revés. Es posible que tengamos demasiadas
obligaciones por delante y ya no haya más agua en el pozo. O, simplemente,
algún extraño nos dice algo que nos saca de la deprimente realidad. ¿Quién
sabe? Es posible que sea un final que significa un principio.
Lo cierto es que casi
todas las mañanas vemos las mismas caras e, incluso, puede que nos sorprenda el
hecho de ver caras nuevas en el vagón de tren o de metro que nos lleva al
trabajo. Nuestra capacidad de observación ha ido a menos porque nos hemos
acomodado a esa normalidad que no lo es tanto. Y ese problema que nos agobie
tenga una salida rápida, fácil y muy apetecible. Y todo el mundo sabe que ése
no es el camino correcto por la sencilla razón de que no es cuesta arriba… ¿o
sí?
Jaume Collet Serra ha
dirigido un thriller agobiante que
bebe de Hitchcock, con toques del Pelham
1,2,3, de Joseph Sargent e, incluso, un guiño bastante ingenioso al Espartaco, de Stanley Kubrick, con
escenas que entran de lleno en la inverosimilitud y con otras de brillante
realización. Todo ello con la colaboración de su habitual protagonista, Liam
Neeson, y toda una suerte de actores secundarios entre los que destacan Vera
Farmiga, estupenda en sus breves intervenciones, Clara Lago o Roland Moller,
aquel oficial que se dedicó a desenterrar minas con la ayuda de unos jóvenes
alemanes en Bajo la arena (Land of mine).
El resultado es eficaz, vistoso, y, sobre todo, entretenido, con una excelente
banda sonora de Roque Baños y cierta imaginación en el desarrollo de un
argumento que, durante todo el trayecto, corre cierto peligro de estancarse. Y
es que no es fácil sacar a un tipo de su rutina y ponerle a buscar angustiosamente
algo en el reducido espacio de un tren de cercanías. Hay muchos intereses
creados sobre ruedas y la próxima estación puede ser una bala en la cabeza.
Se desliza un aviso
sobre la estupidez de prescindir de las personas que saben comportarse como
profesionales en sus trabajos atendiendo a las razones más peregrinas de tipo
empresarial. Es un capital humano que se desperdicia aparte de una desgracia
para quien lo sufre. El tren continúa implacablemente hacia su destino y uno se
puede encontrar a gente agradable, gente valiente, gente cobarde, gente
arrogante. Al fin y al cabo, cada persona es una isla que debe hacer frente a
los embates de una vida que nunca resulta gentil. Quizá todos deseemos ser otra
cosa de lo que somos y sentimos vértigo ante el vacío que se abre a nuestros
pies si queremos cambiar las cosas, como si no fuéramos capaces de superar
nuestras inseguridades y tener la certeza de que podemos con todo. Con cadenas,
enganches, sospechas, ambigüedades, orgullos y órdenes. Basta con enseñar el
billete que te proporciona el derecho de hacerlo o, al menos, de intentarlo.
Todos valemos más de lo que creemos y ése es uno de los grandes males de la
Humanidad. No sabemos ver que somos capaces de salvar vidas, de hacer lo
correcto por encima de las trampas y de la tentación y eso nos convierte en
simples pasajeros de un tren que es muy posible que acabe descarrilando.
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