Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "La leyenda del indomable", de Stuart Rosenberg y con Paul Newman, podéis hacerlo aquí.
Avanza en silencio.
Busca la presa. La venganza es la espoleta. Demasiados hombres perdidos.
Demasiado orgullo herido. Hay que volver a encontrarse con la bestia japonesa y
mandarlo al fondo del mar con un disparo de proa. Listo, rápido, audaz. Sin
concesiones. Las hélices dejarán la estela de todas las intenciones. Avanza en
silencio, maldito torpedo.
Avanza intenso. Sin
descanso. Buscando el acero en el que hincarse. Procurando la herida del
monstruo. El mar aportará su mudo testimonio. Las pequeñas olas chocarán contra
el casco como intentando llamar la atención de la muerte. Todo será inútil. El
azar se presentará y el segundo oficial del submarino asumirá el mando. Y es un
hombre competente, que no pestañea a la hora de tomar una decisión. El Akikaze espera en los estrechos de
Bungo, agazapado, presto para el combate, aparentemente dormido. Solo un
disparo. Solo un grito de guerra. Y así muchas almas descansarán mejor y la
conciencia acallará sus gemidos. El sonido de la guerra en el agua. Sin supervivientes.
La novedad de esta
película radicó en el conflicto entre el Comandante Jefe del submarino y su
segundo, que, en aquella época, no había sido abordado por el cine en una
historia de fondo bélico. Más tarde, otros títulos se han fijado en ella, como
puede ser la estupenda Marea roja, de
Tony Scott, pero esta película de Robert Wise fue la primera de todas ellas si
exceptuamos las intenciones que albergaba Rebelión
a bordo, de Frank Lloyd. No en vano tiene un protagonista en común como
Clark Gable, que en su madurez estaba entrando en una etapa de sabiduría
envidiable. A su lado, Burt Lancaster, fuerte y seguro, convencido e imponente.
Dos actores que mantenían su particular, aunque muy educado, duelo dialéctico
en las reducidas paredes de un submarino en plena guerra del Pacífico. Comenzaban
a caer los mitos que habían surgido a raíz de la Segunda Guerra Mundial porque
no había tanta unidad, ni tanto compañerismo, ni tanto respeto en el bando
aliado. Las pasiones personales, como la venganza en este caso, se alzaban como
condicionantes de unos hombres que tenían que cumplir con su deber, pero que
también estaban mediatizados por sus circunstancias. Y es que no dejaban de ser
personas que sufrían, que morían y que, entre medias, sentían. Los galones imponían
disciplina pero tal vez no tanto respeto. No eran militares perfectos sin
sentimientos. Eran hombres enviados al matadero y por eso podían estar sujetos
al error, a la envidia, a la ambición, a la ira…Nadie estaba a salvo porque sus
debilidades eran como torpedos que avanzaban en silencio, avanzaban
intensamente en busca de las víctimas de la moral y la corrección. La guerra,
al fin y al cabo, no hace más que servir de acicate a la corrupción que habita
dentro de cada uno de nosotros. Por mucho que haya un deber que cumplir.
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