martes, 10 de junio de 2025

RAN (1985), de Akira Kurosawa

Cuando el dolor y la belleza se dan cita en el mismo lugar suele ser el nacimiento de una obra maestra. El rojo al viento parece presagiar la sangre que va a correr tan solo porque un rey anciano quiso preservar sus dominios entre sus hijos. Y eso hizo estallar la envidia, la ambición y, como consecuencia, la guerra. En esta historia, Kurosawa no parece interesado en narrar el desmembramiento de un reino de puertas afuera, sino el cataclismo que ocurre en el interior de todos nosotros cuando la vemos. Aquí, combina como nunca lo había hecho, la terrible conjunción entre horror y poesía. Quizá utilice lo primero para llegar a lo segundo. Es difícil de definir. Puede que sea demasiado complicado asistir a la espera de la muerte en un castillo en llamas.

El proceso de inmersión en ese mundo de crueldad que traspasa lo físico, requiere, ante todo, mucha paciencia. Como la vida. Si alguna vez el cine ha conseguido narrar un cuento en el que la existencia de los seres humanos es la parte principal, con mucha lentitud, con mucha gratitud, aquí es donde ocurre. Kurosawa nos sumerge en un mundo de soledad y, como no podía ser menos, la soledad es lenta. Al mismo tiempo, nos coloca en medio de las batallas fratricidas de los tres hermanos que quieren repartirse las tierras, Shakespeare al fondo, y nos eleva a un nivel emocional extraño y, al mismo tiempo, enormemente perturbador. Ran es observar un cuadro que levanta muchas sensaciones, que te hace visitar rincones inexplorados de tu interior, que hace que te ensimismes con la estética de la muerte, que te coge de la mano para acompañarte mientras te dice que el hombre no tiene demasiado remedio y que no hay lugar para los buenos sentimientos, pero que no por ello dejará de haber belleza en algunos rincones de propio ser humano.

No hay felicidad en estas imágenes que transportan a un lugar tan endiabladamente indefinido, pero sí hay ironía, humor, muerte y desolación. Puede que sea una de esas películas en las que se nota lo imprescindible que es cada uno en su trabajo dentro del cine. Todo está milimétricamente cuidado. Todo está al frente de ese viento que no deja de soplar, que no deja de agitar los paños de colores que definen a los ejércitos, que no deja de sembrar la discordia entre hermanos porque la confianza ha huido en cuanto se ha ausentado la figura paterna.

El arte, a menudo, posee estas manifestaciones difíciles de entender. No, no se puede ver esta película si la costumbre de nuestro ánimo está en los montajes vertiginosos y en las acciones trepidantes. Aquí, durante mucho, mucho rato, no pasa absolutamente nada y, sin embargo, por debajo del río de pasiones, discurre absolutamente todo. Las miradas, los diálogos, los silencios, las batallas, los planos perfectos, sin mácula…Kurosawa nos brinda una obra de arte total que sólo puede ser apreciada por algunos paladares que están dispuestos a escuchar un argumento sin historia y una imagen sin igual. Sólo hay que sentarse y disfrutar. Dejar que la sensación de divinidad en la Tierra sea tan fuerte como la decisión de abdicar de un trono.

 

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