lunes, 12 de octubre de 2009

GRAND CANYON (1991), de Lawrence Kasdan


Asomarse a los bordes de una caldera que está a punto de estallar puede ser un preludio para la desolación. El corazón de una ciudad late desde las apacibles capas de lo confortable hasta los crepusculares alrededores de la marginación. Y allí, en medio del ruido y de la furia, un hombre casi pierde la vida porque su coche queda averiado en el anochecer de la jungla, otro se convierte en un héroe porque sabe que en la selva de asfalto aún hay algo que puede merecer la pena, como una amistad impensable; una mujer que se halla en el punto de no retorno en el que cree que empieza a no ser necesaria para nadie encuentra una razón en un llanto escondido que le da fuerzas para seguir sintiendo, para seguir insistiendo, para seguir existiendo. Un poco más allá, entre el pulido metal de un deportivo insultantemente caro, un productor de cine experimenta en carne propia la violencia que, cegado por la codicia, fomenta con sus películas. Todos juntos forman el mosaico de ese corazón de urbe, de ese roce continuo que todos prueban en una forma de vivir tan falsa como esperanzadora, tan inútil como posible, tan verdadera...que hasta nosotros intuimos en el lento discurrir de una rutina que sólo podrá ser sacudida ante la visión aireada de la Naturaleza.
El aviso está ahí mismo, con un final que es sólo un respiro pero no una conclusión. Somos lo que padecemos y no lo que provocamos y encontrar un camino que nos haga salir adelante puede ser una tarea tan ardua que fácilmente podemos regresar a la misma corrupción que nos hace débiles y temerosos de perder lo que creemos nuestro. La felicidad nunca se encuentra en la vida llena de comodidades y eso también nos convierte en seres violentos, sedientos del más y peregrinos del menos. Amor. Amistad. Seguridad en otro. Satisfacción propia. Términos olvidados para los entregados al amasijo del seguir con una cuenta corriente saneada y bien alejados de los bordes que creemos peligrosos...y ni siquiera caemos en la cuenta de que esos mismos bordes están en el jardín, en el tornillo defectuoso de un coche, en el extrañamiento de la utilidad mientras la misma vida coloca al marido entregado al trabajo y a la amante y a los hijos comenzando a batir sus alas hacia la libertad. Sólo una mirada puede ser suficiente para darnos cuenta de que aún estamos, de que aún somos y de que aún podemos.
Dashiell Hammett decía que “las ciudades no son más que estados de ánimo” y esta película nos traslada su ánimo para decirnos que las cosas nunca son lo que nos hacen pensar, sino lo que nos hacen sentir. Sentir que, de alguna manera, hemos dejado huella en los demás es el oculto deseo de todos los corazones. Incluso eso mismo es lo que siente el corazón de una ciudad que mantiene algunos tejidos corrompidos...tal vez porque el estilo de vida que hemos construido entre todos no sea el más adecuado para dejar nacer los sueños.

viernes, 9 de octubre de 2009

YO VIGILO EL CAMINO (1970), de John Frankenheimer


El sheriff Tawes bordea el camino que separa el deber y el deseo, la ley de la violencia, el honor de la vergüenza. Es la ley en un agujero olvidado de Dios en algún lugar de Tennessee pero tiene una fibra moral que parecen las hebras de acero que atan la realidad. Su moral tendrá que enfrentarse al salvaje espíritu de la juventud que se le aparece en forma de una mujer. En su tormenta moral, encontrará el vacío de su propia identidad que hará que todos los demás, aquellos que le rodean, tengan la seguridad que él estará vigilando el camino.
Ésta película quizá fuera la última de la excepcional tanda de películas que John Frankenheimer dirigió en la década de los sesenta. Películas de un pulso firme que pusieron en su sitio la altura del director dirigiendo actores, con elementos de acción rodados con auténtica profesionalidad y con una carga expresiva en su interior de gran calibre. Ahí tenemos ese repóquer de ases que Frankenheimer dirigió: El tren, Siete días de mayo, Plan diabólico, El mensajero del miedo y El hombre de Alcatraz secundado por dos reinas de segunda mano como fueron Los jóvenes salvajes y Los temerarios del aire. Con Yo vigilo el camino llegó al final de su etapa más creativa para luego tan sólo lograr algún título aislado de renombre en una incomprensible carencia de ideas que tan sólo fue destello de lucidez en la durísima El repartidor de hielo, basada en la obra de teatro de Eugene O´Neill y en la maravillosa Ronin, con guión bajo pseudónimo del gran David Mamet.
En esta ocasión, Frankenheimer propone un drama ético que camina con cierto paso vacilante entre las fronteras del western y del cine negro aunque estéticamente pertenezca al primero. Para ello cuenta con Gregory Peck, más envarado que nunca para destacar la inquebrantable honestidad de su sheriff acompañado de la atractiva Tuesday Weld (por entonces, pareja de Al Pacino) y de un plantel de secundarios de leyenda como Estelle Parsons, Ralph Meeker y Charles Durning, todos ellos envueltos en el “country” de las canciones del mismísimo Johnny Cash. Y sí, quizá Yo vigilo el camino sea una película que es toda una declaración de intenciones del propio John Frankenheimer con la excusa del guión del reputado Alvin Sargent. Quizá quiso decirnos que él, al menos, vigilaría el camino para dejarnos un rastro de honestidad en una industria que tan sólo quiere comprar porque hay hombres que se dejan vender. Y lo hace con dureza. En esta ocasión no estamos ante un western amable, de tópicos y típicos elementos de disparos, caballos, buenos y malos. Hay todo un trasfondo psicológico en la historia que hace que caminemos por el borde de un cuchillo bien afilado mientras nos va cortando los pies en una sangría como rastro de una película en la que no tenemos más remedio que avanzar. Podríamos decir que es una mezcla, un tanto figurada, de Deliverance, de John Boorman y de Amores con un extraño, de Robert Mulligan, por muy extraño que parezca.
Interesante película, western atípico, dilema moral, incomodidad en la historia, la razón puesta en duda, la duda puesta en razón. Suficientes elementos como para no dejar pasar la ocasión de verla si somos capaces de llenar el tambor del revólver de nuestra moral con bastantes balas como para defendernos.

jueves, 8 de octubre de 2009

SI LA COSA FUNCIONA (2009), de Woody Allen


Cuando el actor Larry David se adelanta unos pasos del grupo donde está charlando con unos amigos y comienza a hablar a la cámara entablando un diálogo con el público, nos damos cuenta de que Woody Allen ha vuelto. Sí, sí, lo teníamos muy perdido desde Melinda y Melinda porque sus intentos londinenses y españoles sólo han sido meros ensayos que han tenido tan poca fortuna que parecía que podíamos llegar a la conclusión de que el ingenio del genio no era ingente.
Antes de que los puristas y amantes a ultranza del cine de Allen se lleven las manos a la cabeza, dejen que me explique, así podrán ir afilando los clavos con delectación. En esta película, Woody Allen nos habla exactamente de la misma teoría del azar que impregnaba su altamente sobrevalorada Match Point y, si se me permite la herejía, los resultados aquí son mejores porque nos encontramos de nuevo con el cineasta que nos enseña rincones de Nueva York que parecen hechos para ser escenarios de una película que trata sobre el amor, la misantropía, el sentido del humor destructivo que todos quisiéramos tener sin ninguna atadura educacional y la verdad sobre el suicidio, sobre el talento de Dios como decorador y sobre la natural tendencia de todo conservador a ser un liberal que convive en un largo e inacabable menáge a trois. Por si fuera poco, resulta que el jazz vuelve a salpicar con sentido del cinismo todos los escalones de la neurosis y la música clásica es una excusa para un medio y no para un fin. Es Allen. El mejor Allen. No ese otro que nos decía lo bonita que era Barcelona con cheque de por medio y se empeñaba en hacernos creer que Londres es el paraíso donde se encuentran las mujeres que siempre hemos deseado tener.
Por otro lado, siempre he mirado con desconfianza los devaneos de Allen con supuestos trasuntos de sí mismo con resultados bastante insatisfactorios (sin ir más lejos, ahí tenemos el desastre que fue Kenneth Branagh como protagonista de Celebrity) y, en esta ocasión, Allen acierta de pleno con la elección de Larry David. Viendo a este veterano humorista parece que estemos asistiendo al regreso de Allen a la interpretación pero con una mochila de años de más. En boca de él podemos escuchar algunos de los diálogos más agudos de los últimos años (“Boris, dinos algún lugar divertido al que ir aquí en Nueva York” “¿Qué os parece el Museo del Holocausto?”) y regresamos a ese farragoso mensaje sobre el azar, sobre que todo en la vida es producto de la casualidad y que, a veces, el tirarse por una ventana es lo mejor que te puede pasar porque puedes aterrizar encima de la mujer de tu vida pero todo esto mostrado aquí con inteligencia, con unas dosis de ironía que hacen que la sonrisa sea el telón de fondo de la carcajada, que también aparece con frecuencia. Suena la Quinta Sinfonía de Beethoven y, en ese momento, alguien llama a la puerta...¿Quién es? ¿El destino?...No, es tu madre....
Ah, que soy un pesimista, que no me gusta el Allen de Match Point pero me encanta éste que no duda en enseñarme un sentido del humor salvaje...Bueno, me gustaría poder contestarles como lo hace Boris Yelnikoff, el personaje protagonista, pero mejor voy a encerrarme en esa posición que hace que me crea que soy el único que tiene una visión global. Total, en cualquier momento puede que me dé cuenta de que lo mío era salir del armario, o que lo que me apetece realmente es enseñar la jugada del peón envenenado en el ajedrez y me dedique a dar clases en medio de un parque. Lo haré ahora mismo, sólo tengo que lavarme las manos mientras me canto dos veces el “Cumpleaños feliz”, así, quizá, no tendré que preguntarme si lo mío es felicidad o es el encuentro casual de unas fuerzas cósmicas que chocan y que dieron lugar a un falso intelectual en pleno proceso de desintegración como yo...El azar funciona...y si la cosa funciona...dejemos que funcione...¿no?

miércoles, 7 de octubre de 2009

LA CASA ROJA (1947), de Delmer Daves


Shhh...Shhh...Los susurros no se pueden ver. Los secretos no se pueden oír. Aprender a convivir con el terror puede ser la forma de crear a los monstruos más escondidos. Esta vez, el miedo flota entre el viento, entre el olor a campo y a río desbordado. La tensión es la inquietud que se adivina bajo un rostro que se deja ahogar en la furia del agua. Y entonces es cuando los jóvenes comienzan a sentir pánico. Cuando las sombras cobran vida y la penumbra es sinónimo del silencio. Y esas son las sensaciones cuando dejamos el mundo juvenil y nos adentramos en la lóbrega existencia de los adultos, siempre poseedores de pasados borrosos y vergonzantes. La música es la guía que nos enseña el camino por donde se sale del laberinto del horror mientras el impulso adolescente se sosiega y se hace mayor. Hacerse mayor...sí, quizá ése sea el mayor de los miedos.
De vez en cuando, el cine también oculta alguna joya que ha pasado desapercibida ante los ojos siempre expectantes de la historia. Y aquí se nos escribe con letra gótico-rústica un cuento de horror que es para jóvenes pero que también es para los que tienen algunos años de más y alguna inocencia de menos. Es una película ganadora para los sentimientos y algo perdedora para las motivaciones pero es efectiva, increíble, claustrofóbica en sus espacios abiertos y agorafóbica en sus interiores. Porque no estamos visitando el interior de una casa que guarda un secreto terrible. Estamos en el umbral de unas personas que intentan estrangular todo lo que no se quiere recordar. Y se adentra, con maestría de entretenimiento, en los tortuosos senderos de almas muertas, de cuerpos vivos, de miradas extraviadas, de pensamientos retorcidos, de nudos en el corazón.
Para todos aquellos que han llegado a enamorarse del cine clásico a edades tempranas, es una película que no se deben perder. Es descubrir tras las cámaras a un director excepcional como Delmer Daves. Es sumergirse entre las brumas de lo siniestro ante el rostro de marioneta de Edward G. Robinson. Es disfrutar con las notas en un pentagrama del maestro Miklos Rozsa poniendo melodía al horror. Es admirar la versatilidad de una actriz de la inmensa categoría de Judith Anderson. Es comprobar cómo se construye una trama con la lentitud necesaria, con el compás retardado para, luego, golpear las entrañas, la moral y la conciencia con la inesperada aparición de una maldición que perdura...como una película que deja un puñado de imágenes que el tiempo no puede borrar por mucho que se empeñe. Tal vez, luego, jóvenes y adultos miren despreocupadamente y con un gesto apenas rutinario si hay algo extraño debajo de la cama donde duermen. Dicen que ahí abajo se oculta un bosque que encierra nuestros pesares y nuestras pesadillas. Dicen que ahí abajo es donde se esconden los gritos de la noche.

martes, 6 de octubre de 2009

CAPRI (1960), de Melville Shavelson


El penúltimo título de la carrera de Clark Gable no deja de ser una comedia amable, de sonrisa en el corazón y de romanticismo en los labios (¿o es al revés?). Lo cierto es que no deja de ser una buena idea el juntar los nombres de dos estrellas de la altura de Clark Gable y Sophia Loren para que, al cabo de un rato de asistir a su proyección, te empieces a dar cuenta de que te estás sintiendo bien. No deja de ser curioso que Melville Shavelson (un director cuya mejor obra pasa por ser la estupenda comedia protagonizada por Henry Fonda y Lucille Ball titulada Tuyos, míos, nuestros) opte por un comienzo que pasa por moroso en el tiempo y de desarrollo deliberadamente lento pero las preferencias de Shavelson a la hora de contarnos su historia se inclinan pronto por el lado de Gable y le concede un barniz más brillante de lucimiento, un poco más de encanto y, debajo de nuestro bigote, se adivina también la sonrisa socarrona de un galán que, al final de su carrera, era algo más que un buen acompañante.
Es agradable ver cómo en medio de una comedia romántica una reina del sexo atrapa a un rey de Hollywood con el telón de fondo de esa perla mediterránea que es Capri y no cabe duda de que hay algo más que estilo cuando Gable pregunta aquello de “¿Cuántas personas se supone que duermen en esta isla?”. Quizá ése es uno de esos momentos en los que nos damos cuenta de que los grandes actores al principio, fueron muy pequeños e, incluso, llegaron a tener orejas de mono pero que la experiencia y el saber estar frente a las cámaras puede hacer que el público sólo mire al propietario de la ironía más elegante.
La dulzura es la mirada que preside toda la película para contarnos lo que no es más que una suave historia de amor. Puede que algunos agoreros piensen que el papel reservado a Gable merecía los trazos físicos de un actor más joven pero sus encantos son tales que hacen que inmediatamente nos olvidemos de lo que es una diferencia de edad que en la vida real nos resultaría insalvable. A ello colabora la plasticidad de una película que es agradable de ver, un guión que está salpicado con varias afirmaciones de una agudeza que sabe herir la cabeza y con un estupendo acompañamiento de Vittorio de Sica como soporte a una historia de amor que, aunque no ha quedado en los anales de la historia del cine, quizá tenga un pequeño rincón a todos aquellos a los que les gusta un trocito de color en sus vidas y un rato de diversión sin dificultades.
El único reproche que se puede hacer a una película que nació sin pretensiones, se desarrolló sin ambiciones y se estrenó con afán taquillero es que podría haber sido algo mejor, algo más trascendente, algo más curiosa en su búsqueda de la sonrisa inteligente pero es algo fácil de perdonar cuando ellas ven a un hombre de esplendorosa madurez como Gable, y cuando ellos quedan extasiados ante el mimo con el que aparece fotografiado una actriz con las curvas y el rostro de Sophia Loren en el punto más álgido de su explosiva belleza.
Así que ya saben. No es la película más maravillosa del mundo. No hay mensajes que descifrar. No hay profundidades que recorrer. Tan sólo es un entretenimiento que hace que la vista se relaje y todo sea un vivir delante de una cámara...aunque estén detrás viendo lo que pasa. Y ésta última frase, aunque parezca una contradicción, es una verdad tan grande como la belleza de la isla de Capri...¿o no?...

viernes, 2 de octubre de 2009

EL CAPITÁN BLOOD (1935), de Michael Curtiz

Cuenta la leyenda que un médico quiso curar a un herido. Los soldados irrumpieron en la casa del lesionado porque era un rebelde hacia la autoridad británica y al médico lo condenaron a galeras por colaboración con el enemigo. Así es como nacen las leyendas. Con unas sombras sorprendentes dibujadas en una pared de blanco y de negro. Con unos duelos a espada que hacen parecer que los filos comiencen un interminable cruce de palomas, como un cortejo de alas inquietas que terminan invariablemente en un beso teñido de sangre. Con unas sorprendentes coreografías que indican que hubo trabajo por parte de los actores, oficio por el del director e imaginación por el de los maestros de esgrima. Y así también nació una leyenda como Errol Flynn, el espadachín por antonomasia, el héroe perfecto, apuesto, brillante, galán, con un leve aire de pillo, con una acusada dosis de dignidad enfundada en la vaina. Y quizá, sólo quizá, nos hallemos ante una de las mejores películas de piratas de la historia.
Eso sí, siempre habrá un poco de justicia por allí, un romance por allá, dos o tres chistes colocados en alguna isla abandonada y unas olas que se transforman en testigos que van y vienen entre tesoros, rescates y desafíos. Obra maestra de esas que ya hemos demostrado sobradamente que no somos capaces de hacer, esta maravillosa película es diversión pura, es una sesión de tarde trasplantada a la noche, es la empuñadura del médico que fue pirata, del condenado que hizo justicia, del capitán que todo marinero quisiera tener...hay que estirarse bien para hacer que la punta de la espada se hinque en nuestro enemigo y mantener un rincón limpio de crueldad premeditada para conservar algo de lo que un día hizo que fuéramos honestos.
Y ante esas peleas nuestras sensaciones se convierten en botín de una película que atrapa como una nave que despliega todo el velamen para volar sobre el mar. Somos prisioneros inevitables del asalto del entretenimiento tejido con delicado encaje femenino. Queremos y soñamos con desenvainar ese acero que ni siquiera sabemos manejar y luchar en un abordaje imposible al lado del Capitán Sangre mientras intercambiamos sonrisas de complicidad y guiños de camaradería. Hoy atraca ahí mismo, en nuestro salón, un barco que hace sonar sus aparejos con el quejido propio del tiempo escapado, del momento que se transforma en suspiro, del instante fugaz de la felicidad que produce la evasión de la dictadura implacable a la que nos somete lo real. Hoy, tal vez, nos den alguna recompensa en piezas de oro por dejar que nuestro pensamiento sea tomado por sorpresa y nos dejemos arrastrar por las mareas de la aventura que nunca tuvimos, de la aventura a la que nunca jugamos, de la aventura de la que siempre escapamos porque la valentía es patrimonio exclusivo de las leyendas contadas. Dejemos que nos cuenten una.

jueves, 1 de octubre de 2009

EL SOPLÓN (2009), de Steven Soderbergh

Sí, todo el mundo lo hace. Los motivos pueden ser los más diversos: parecer más importante, no pagar, no deber, no cobrar, no ser, no saber. Se miente por arribismo, por codicia, por avaricia, por amargura, por despecho, por pasión. Incluso la locura puede ser el móvil de la mentira aderezada con algunos toques de idealismo más trasnochado que un “dabadabadá”. Pero lo más increíble de todo no es que se mienta. Lo más terrible es que todos, incluso los que no tienen nada que perder ni ganar, también lo hagan.
Y esta es la historia que, en esta ocasión, nos presenta Steven Soderbergh: la de un hombre que miente y que miente y que construye sobre esas mentiras otra mentira mientras alrededor suyo todo el mundo miente y nadie se atreve a decirle la verdad a la vez que, en sus propias mentiras, hay un algo que se parece a lo sincero sólo que está tan oculto tras tantas capas de falacia que no se puede vislumbrar.
Así pues, tenemos a un ejecutivo de empresa (posiblemente una de las clases de mentirosos más peligrosas y contumaces de nuestra estratificación sobre la falsedad) que, movido por la presión, comienza a mentir para salvar su cuello. A la par, roba, y para completar las tres bandas, se dedica a informar al F.B.I. con mentiras que tienen un fondo de verdad. El resultado de todo esto es que a los verdaderos culpables, aquellos que manipulan la información para aumentar el beneficio y que llegan a pactos que parecen sacados de las mismas entrañas del infierno, parecen ser mirados con apenas una mirada reprobatoria. Y el pelele, el tonto de turno, el idiota que ha destapado auténticas conspiraciones soltando faroles a troche y moche, acaba con sus huesos en la cárcel durante tantos años que parece que se le cae el pelo aunque, finalmente, obtiene el olvido social, esa memoria continuamente reseteada que se configura entre las filas de la opinión pública.
Con una historia difícil y, para qué negarlo, más farragosa que ligera por mucho que la quiera hacer pasar por una comedia, Soderbergh nos sirve un paquete que tiene más envoltorio que contenido y rellena algunos huecos con genuinas verdades de Perogrullo que ya han pasado por las mentes de los menos aventajados y se queda a medias en su intento de denunciar y hacer ver al espectador en manos de quién estamos cuando, simplemente, queremos comprar unas palomitas de maíz. El bueno de la película es tan estúpido que se hace millonario. El malo es tan listo que queda engullido por la vorágine de información a la que no se pone mucho interés en investigar. Éste es nuestro mundo, señores, el mundo en el que todos mienten.
Por otro lado, y siempre bajo las notas de una climática y evocadora música de Marvin Hamlisch que nos retrotrae a los noventa al compás de lo demodé, tenemos el flequillo de Matt Damon, centro y periferia de toda la historia. Y hay que reconocer la poca hondura dramática de este actor que hace que añoremos con todas nuestras fuerzas a Jack Lemmon y nos asustemos al ver lo que hubiera sido capaz de hacer el grandísimo intérprete con este papel de chupatintas que hace sudar sangre a todo el que se acerca a él, incluida a su familia. Al fin y al cabo, ese trastorno bipolar del que hace gala en todo momento le acerca a una verdad que tampoco le gustaría vivir y le convierte en uno más de entre la multitud. Nadie quiere ser el empleado gris de una aburrida compañía que te hace viajar aquí y allá para cerrar tratos de precios fijos con una competencia que se compromete a no vender más barato que tu. Es mejor ser confidente, una estrella de los servicios de inteligencia o, como yo, poseer una Cruz del Mérito Aeronáutico por concesión directa del Ministro de Defensa. Qué más da. Lo importante es ser el titular de cualquier periódico de larga tirada. Total, todo el mundo miente.