No
siempre los matrimonios comen perdices. Con eso, no quiero decir una
perogrullada. Sé que hay parejas que se deshacen porque es imposible seguir con
la convivencia. Me refiero a algo mucho más detenido en el tiempo. Puede que
haya dos personas que han nacido para estar juntas y felices, pero siempre, en
cualquier tipo de roce, lo que existe es una serie de energías subterráneas que
van minando las galerías del cariño. Es todo aquello que no se dice, aunque
sabemos perfectamente que es lo que nos delata como seres egoístas, incapaces
de pensar en el otro, envidiosos de que el éxito pueda visitar a la otra
persona, o la realización personal o…vaya usted a saber por qué. Lo que acaba
realmente con cualquier matrimonio o con cualquier pareja de hecho es la verdad
silenciosa.
Y aquí tenemos a los
Rose. Son dos gañanes simpáticos que utilizan mucho, mucho humor inglés para
seguir adelante y hacer que la vida tenga una pequeña sorpresa cada día. Una
afirmación aguda por aquí, una réplica ingeniosa por allá y siempre aparece ese
bálsamo del amor que es la risa. La risa cómplice. Esa risa doble que sale de
dos bocas porque se permanece en la misma onda. Cuando esa onda se desajusta es
cuando empiezan a aparecer los problemas. Y, si de verdad se quieren arreglar
las cosas, no cabe duda de que habrá que rascar mucho, pero mucho, mucho, en
las personas que un día fueron y que se sonrieron con la mirada, se amaron
porque fueron uno y se celebraron porque encontraron una fórmula más o menos perdurable
de felicidad.
Me estoy poniendo muy
serio y eso no es ídem. Esta película es más comedia que otra cosa y, si nos
ponemos quisquillosos, es cierto que aparece enseguida la primera versión
dirigida por Danny de Vito e interpretada por Michael Douglas y Kathleen Turner
con el título de La guerra de los Rose.
Mientras que en esa la gracia estaba en las tremendas trastadas (por no emplear
otra palabra malsonante y más fuerte y descriptiva) que se hacían uno a otro y
que ponían a prueba la imaginación del colmillo más afilado, aquí vemos cómo el
guion se detiene en contar la historia completa. El enamoramiento, el día a
día, los fallos, los aciertos, la enorme complicidad permanentemente repleta de
buen humor, para enfilar las sucesivas trastadas en la parte final en la que,
inevitablemente, también aparecerá el destino. ¿Hay que comparar? Si la
dirección de Danny de Vito en la primera era enormemente imaginativa, hay que
reconocer que, en esta ocasión, todo está más trabajado, más alejado del humor
físico y más cerca del gesto inteligente. Y a ello ayudan dos intérpretes que
manejan con considerable destreza los registros de comedia y de desesperación
soterrada como Benedict Cumberbatch y Olivia Colman. Merece la pena verse por
ellos dos y por cómo son capaces de crear química para fabricar ácido
sulfúrico.
Así que mirémonos un poco. Deshagámonos de esos pedantes y vacíos amigos que dan opiniones que no valen ni para envolver un mal pastel y examinemos con detenimiento dónde están nuestras frustraciones y de qué manera podemos aliviar las de los demás. No es una frase demasiado larga. Es fácil de memorizar y de aplicar e, incluso, de pronunciar cuando se está en cualquier reunión con éste o con aquél. Se queda de maravilla. Prueben a decirlo. Suena a pensamiento de cajón de niño de chupete y pañal, lo sé…pero miren…estoy seguro de que muy pocos han llegado a planteárselo. Y si lo han hecho… ¿saben qué es lo primero que se les ha pasado por la cabeza? No volver a pensarlo porque les hace sentir incómodos saber que su vida no es plena y que tienen una obligación más que moral para contribuir a la que los demás sí lo sea. Y ahí radica la mayor parte de nuestros problemas.
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