miércoles, 10 de septiembre de 2025

UN RAYO DE LUZ (1950), DE Joseph L. Mankiewicz

 

Nadie nace odiando. El odio es algo que se almacena, se macera, fermenta y se escupe. Y para que ocurra lo último sólo hace falta una pequeña espoleta que encienda la mecha. Todo ello se mezcla con multitud de sentimientos encontrados. Uno de ellos es la envidia. ¿Un negro consigue hacerse una carrera respetable como médico mientras yo, un blanco americano, se arrastra por los arrabales malviviendo? ¿Quién se ha creído que es? El otro es el deseo de amotinarse contra los negros, sea cual sea el resultado, levantando a todos esos que comparten barrio y miseria. A medias como un producto de la rabia interior que también ha ido haciendo su hueco en un puñado de almas. A medias por ese natural racismo lleno de rabia que se ha ido amontonando hasta que ya se ha llegado al límite. Ya no hay más sitio, ahora hay que desahogarlo. Ignoran que todo ese racismo y todo ese odio no es más que la consecuencia de su propia ignorancia. Y ése, desde siempre, ha sido uno de los grandes problemas sociales que se ha enquistado en todas y cada una de las civilizaciones occidentales.

Entre esa ignorancia supina, nadie piensa que un chico de color ha conseguido terminar la carrera de Medicina por sus propios medios, que no son, ni de lejos, los que están a disposición del hombre blanco. Un negro tiene más difícil el acceso a una enseñanza superior porque no tiene derechos, su posición dentro del estrato social no es mucho mejor que la de un animal. Sólo a base de trabajo y de tragar lo que muchos no estaríamos dispuestos se puede llegar a una posición tan respetable, tan entregada y, por supuesto, tan sacrificada. Y, no contentos con eso, es mejor organizar emboscadas de ensañamiento, a ver si ese negro se mete el diploma por el estetoscopio.

Esta fue una película valiente hasta más allá de lo razonable. En el año 1950, aún no se había desencadenado la lucha por los derechos civiles, los negros aún no podían votar y su acceso a la universidad era sólo una entelequia que la mayoría de la sociedad blanca atribuía a los deseos de radicales izquierdistas. Joseph L. Mankiewicz agarró el toro por los cuernos y realizó una película abiertamente antirracista, con una conclusión fantástica en la que se pone de manifiesto que al odio no se le combate con odio, sino con entrega y dedicación. Para ello, cuenta con estupendos trabajos de Sidney Poitier y, sobre todo, de Richard Widmark que, cuando se ponía en el registro odioso que ya había conseguido con éxito en El beso de la muerte, tres años antes, era muy creíble en sus reacciones y en sus rechazos. Linda Darnell también trata de poner algo de orden en unos personajes muy zarandeados por sus prejuicios (e incluso el doctor negro también tiene alguno, lo cual es extraordinariamente acertado por parte de Mankiewicz). El resultado es una película que, sin necesidad de acudir a efectismos reivindicativos, es creíble, tormentosa, posicional y convincente. Así que repasen los derechos civiles de los que somos depositarios y vean cuánto han tenido que soportar aquellos que no merecían tanta saña.


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