La
felicidad siempre se halla en las pequeñas cosas. En la seguridad de que el
hombre o la mujer de tu vida están ahí, para lo que quieras, dispuestos a
cuidar del otro. En la felicidad de las risas de unos niños que corren por el
prado en libertad. En un trabajo que prueba que eres realmente bueno en eso. En
la certeza de que puedes ir de un lado a otro sin que nadie te diga que está
prohibido que entres por una u otra razón. Solo que, de vez en cuando, la
cerrazón de unas leyes injustas aplicadas al pie de la letra impide que la
felicidad se quede por mucho tiempo.
No puede haber
segregación en el amor. Solo puede haber amor. No importa que él no parezca
demasiado inteligente aunque, sin duda, es un hombre hecho y derecho. No
importa que ella ponga el empuje y las ganas de cambiar las cosas porque los
blancos se empeñan en decir cosas que no tienen ningún sentido. El amor está
por encima de las razas, de las religiones, de las creencias, de la política,
de los estilos de vida y de las dificultades. No puede ser regido por
sentencias que aumentan el riesgo de una convivencia que debería ser
absolutamente normal. Y eso debe de estar mucho más allá de los rancios
prejuicios que componen la intolerancia, o de los deseos de notoriedad para
mover el árbol y que otros recojan los frutos. No hay derecho a que una pareja no
pueda vivir una vida normal y pacífica simplemente porque uno sea blanco y otra
sea negra. Eso es solo un accidente de la naturaleza. Y debe ser reparado.
A finales de los años
cincuenta algunos de los estados que componen los Estados Unidos contenían en
su legislación la prohibición del matrimonio interracial bajo pena de cárcel.
Un atraso que, aunque los propios estadounidenses no lo reconozcan, les
igualaba con el nazismo. Solo cuando unos cuantos valientes decidieron
levantarse y decir no, es cuando las cosas empezaron a cambiar. Y nunca lo
hicieron con afán de revanchismo o de venganza. La justicia les movía por
encima de cualquier otra consideración. Algo de lo que los blancos no pueden
presumir. Y no debió ser nada fácil vivir con el temor permanente a que un
coche apareciera por sus casas dispuesto a encarcelarlos, humillarlos,
ofenderlos y echarlos. Fueron leyes en contra del amor.
El matrimonio Loving
demostró que ese mismo amor podía vencer cualquier obstáculo y Jeff Nichols, el
director de esta película, cuenta su historia sin estridencias, sin momentos
épicos de emoción incontenible, sin engrandecer innecesariamente los avatares
de esta pareja contra el sistema legal del Estado de Virginia. Todo está
narrado de forma sencilla, a distancia, tratando de no hacer que sus
protagonistas parezcan héroes, aunque lo sean. Por ello, hay que destacar el
trabajo de Joel Edgerton y, sobre todo, de Ruth Negga, un escalón por encima de
su compañero en el papel de esa mujer que lo dice todo con miradas. Y, sobre
todo, es admirable comprobar que las decisiones de ese matrimonio eran siempre
consensuadas y que, además, ese consenso era casi instantáneo. No hacían falta
furias, ni desencuentros. Solo sinceridad y mucho amor. Y el convencimiento de
que estaban hechos el uno para el otro y que nadie podía dictaminar con una
sentencia lo contrario. Fueron amor y fueron lucha. Y eso tuvo un enorme
mérito.
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