Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "La quimera del oro", de Charles Chaplin, podéis hacerlo aquí.
Quizá no haya infierno
para los hombres que han sido demasiado derrotados. Todo puede reducirse a un
estado permanente de huida que se convierta en un mero espejismo de la
libertad. Esa libertad que tanto se les niega desde el mismo momento en que se
les trata como a bestias sin alma y no como a hombres que tienen que pagar una
deuda a la sociedad. La cárcel es un hervidero de violencia que trata de ser
ahogado con brutalidad. Y ahí fuera hace frío, mucho frío. Tanto que es posible
que ni siquiera la piedad pueda sobrevivir.
Una bala sobre vías
recorre el camino gélido hacia una supuesta libertad. Ellos, los que se han
fugado de una prisión de máxima seguridad, ignoran que esa libertad se llama
muerte. Hasta el diablo parece saber conducir una locomotora que no tiene
ningún destino salvo los aledaños del infierno. Y el frío, el viento, la nieve,
la locura, el caos, son solo elementos humanos que se traducen en decisiones
arriesgadas, en permanentes fugas que se planean y ejecutan en la misma
libertad. Sí, tal vez, la libertad también sea una prisión de alta velocidad.
Tal vez, no haya nada después de la última traviesa.
Los hierros quedan
retorcidos esperando una última cita con el destino. Ese mismo que ha ido
eludiendo los parajes más congelados de la personalidad que ha sobrevivido a
base de odio y rabia. La inocencia quizá no sea condenada y la ira tenga
reservada la violencia definitiva. Más vale esperar la llegada del averno de
pie y mirando de frente, como lo hacen los verdaderos hombres, esos mismos que
han sido tratados como bestias sobrantes, como alimañas fragmentadas de
irresponsabilidad brutal.
Hay dos elementos que
elevan esta película por encima de sus propios fallos. Uno es la fantástica
interpretación de Jon Voight en el papel de ese recluso con piel de reja y
sonrisa de cadena, capaz de helar con una mirada, de poner sobre el pensamiento
toda una filosofía de vida basada en el empuje y en el coraje aunque no siempre
con la motivación acertada. El otro, por supuesto, es la idea argumental que
nace de un director del calibre de Akira Kurosawa, obsesionado con la maldición
y la conjunción de acontecimientos que conducen al tope y al descarrilamiento
de nuestras vidas. En su contra, la interpretación, insoportablemente bisoña de
Eric Roberts como el compañero de Voight en esa huida que jamás podrá tener
fin, la aparición de John P. Ryan como el desquiciado y desafiante alcaide de
la prisión de la que se fugan, la dirección, a ratos discutible de Andrei
Konchalovsky que intentaba abrirse paso en Hollywood a patadas y la descolocada
banda sonora musical a cargo de Trevor Jones, inadecuada, anticuada y
totalmente olvidable. Todo ello está fácilmente sobrepasado por el significado
de la historia, por esa venganza en la misma muerte, por esos personajes
atrapados y solitarios que solo son capaces de sentirse acompañados cuando el
destino se acelera y pierde el control en la crueldad de sus propios
sentimientos.
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