“Quiero
confesarme y no sé qué decir. Mi corazón está vacío. El vacío es como un espejo
puesto delante de mi rostro. Me veo a mí mismo y, al contemplarme, siento un
profundo desprecio de mi ser. Por mi indiferencia hacia los hombres y las cosas,
me he alejado de la sociedad en la que viví. Ahora habito un mundo de
fantasmas, prisionero de fantasías sin sueños.
¿Por
qué la cruel imposibilidad de alcanzar a Dios con nuestro sentido? ¿Por qué se
esconde en una oscura nebulosa de promesas que no hemos oído y de milagros que
no hemos visto? Si desconfiamos una y otra vez de nosotros mismos ¿cómo vamos a
fiarnos de los creyentes? ¿Qué va a ser de nosotros, los que queremos creer y
no podemos? ¿Por qué no logro matar a Dios en mí? ¿Por qué sigue habitando mi
ser? ¿Por qué me acompaña, humilde y sufrido, a pesar de mis maldiciones que
pretenden eliminarlo de mi corazón? ¿Por qué sigue siendo, a pesar de todo, una
realidad que se burla de mí y de la que no me puedo librar? Yo quiero entender,
no creer. No debemos afirmar lo que no se logra demostrar. Quiero que Dios me
tienda su mano, vuelva su rostro hacia mí y me hable. Clamo a Él desde las
tinieblas y desde las tinieblas nadie contesta mis clamores. Si no hay nadie,
la vida perdería su sentido. Nadie puede vivir mirando a la muerte y sabiendo
que camina hacia la nada. La mayor parte de los hombres no piensan ni en la
vida ni en la nada, pero un día llegan al borde de la vida y tienen que
enfrentarse a las tinieblas. Y cuando llegan, el miedo les hace crear una
imagen salvadora. Y esa imagen es lo que llamamos Dios.”
Susurros de rejilla que
el caballero Antonius Block dice a la muerte confesora. Dudas agitadas en el
raciocinio a través de un mundo en el que apenas queda lugar para la belleza.
La peste negra acaba con la población y la guerra termina con la fe. Sin
embargo, el caballero quiere una última prórroga para poder dejar algo
realmente bueno y, por eso, desafía a la muerte a una partida de ajedrez. No
quiere salvarse, solo quiere distraerla. Tal vez porque no quiere apagar el
llanto de un niño en su interior, o quiere maravillarse una vez más con un
cuenco lleno hasta el borde de leche y una fuente de fresas recién cogidas. O
quizás desea una última chanza, una débil canción que sale trabajosamente de un
viejo laúd. O una lastimera queja de su fiel escudero que ha renegado de todo
porque sabe que la vida también es una renegada. Morir al lado de quien amó.
Rodeado de gente buena que también extravió alguna de sus actitudes buscando
respuestas en un silencio atronador. Con la certeza de que hizo todo lo que
pudo aunque no todo lo que debió. Flaco tesoro para un final. Tristeza de
muerte, fría e ignorante.
Lamentos de valiente
que pronuncia el escudero Juan a través de campos de final elocuente donde la
peste devora ojos y deja bocas abiertas de horror y necesidad. Hombre formado
que intenta explicar con la razón lo que es una simple cuestión de fe. Penurias
que han mellado sus creencias hasta rechazarlas con virulencia, haciendo de él
un alma en pena que vaga por los horizontes de su tierra natal con el cinismo
como bandera y el escepticismo de viaje de vuelta. Sabe que la muerte está ahí,
al otro lado del árbol, o un poco más allá, a lo lejos, en esa llanura de verde
y negro. Y ella es paciente e inútil porque tampoco tiene respuestas. Juan
busca en la justicia una razón por la que vivir y la emplea con responsabilidad
y sabiduría. Tanta que parece que defiende una razón de fe. Mira a los cómicos
con benevolencia porque es buena gente que no hace mal, que solo pretende, a
cambio de un pago ínfimo, entretener al alma en su espera, sacar al pensamiento
de la desgracia, vencer al tiempo siempre renuente. Juan intenta vivir pero no
sabe. Perdió en algún lugar del camino una causa por la que vivir.
Y así, uno tras otro,
van cayendo los sellos del apocalipsis que todos debemos experimentar. Y no
podía ser de otro modo viniendo de ese hombre, manantial de vida, espejo de
deformidades, agua de profundidades ignotas de creencias y vivencias que se
llamó Ingmar Bergman.
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