Madrid gris. Madrid
lluvioso. Madrid triste. Madrid oscuro. Tras los muros de las casas que
aguantan el azote de la lluvia se esconde un músico que tiene miedo a la
decisión. No está a gusto en ninguna parte porque siente que el fracaso preside
todas sus acciones. El mismo aburrimiento de una tarde interminable hace que
descubra un cadáver y que vea el rostro del asesino. Denuncia el asesinato pero
no dice nada sobre su autor. Tal vez porque el miedo, una vez más, le paraliza.
Teme las consecuencias y no quiere arriesgar el silencio de su hogar. Y, sin
embargo, su error va creciendo tanto como su angustia. No se puede concentrar.
No puede seguir adelante. Se confía a su mujer. La única que le ha comprendido
pero que parece como distante, lejana, ausente. Las nubes no se van y el gris
es el color de su vida. Quizá todo asesinato, en el fondo, es una partitura de
pasión.
En su tedio
claustrofóbico, el músico cree que todo le incrimina a los ojos del asesino. Él
no ha dicho nada pero el criminal no lo sabe y, por tanto, puede ser su próxima
víctima. Ya no tiene notas que ofrecer salvo una en clave de desolación. La
policía se esfuerza por dar carpetazo al caso pero hay algo que no cuadra
demasiado. Es el amor que, sin embargo, hace daño cada vez que se acerca. Ese
músico sin melodía también merecería estar con los trastos del sótano, donde se
halló el cadáver. Es como un arpa arrinconada y con las cuerdas rotas. Es como
el ruido de la lluvia sobre las aceras de una ciudad sin ánimo. El melodrama se
tiñe de negro y puede que no haya tanta sofisticación en un crimen sin resolver
aunque el músico cree haber hallado la solución. Los crímenes de doble filo
pueden ser trampas que exhiben una cuchilla incapaz de cortar. Aunque la otra
sea mucho, mucho más dolorosa.
Malditos vecinos que
siempre asoman la nariz para enterarse de las vidas ajenas. A veces testifican
con el chismorreo en la orilla de los labios solo para que taparse las
vergüenzas propias. Madrid sucio. Madrid perdido. No hay más entretenimiento en
la capital que en cualquier pueblo lleno de indiscretos. El filo cortará tan
fuerte que ya no quedará empuje, ni ánimo, ni ganas. Solo un final escrito
sobre la espalda del más débil. La tragedia de un hombre ridículo,
insignificante, que creció a la sombra de su genial padre solo para dejar bien
clara su insultante mediocridad. El polvo entra en el olfato con tanta
violencia que ya no se lo podrá quitar nunca. Es como un barco varado en una
ciudad hecha de asfalto e inerte. El golpe final escrito sobre el pentagrama
vacío será una coda hacia la derrota. Un crimen más. Una vida menos.
José Luis Borau dirigió
esta historia con elegantísimos movimientos de cámara y aplicando los
principios estéticos del Nuevo Cine Español al cine negro y para ello contó con
Carlos Estrada y Susana Campos de protagonistas y, sobre todo, con unos
secundarios de tronío e intensidad como Antonio Casas en la piel del comisario
encargado del caso y José María Prada como el indiscreto sastre del bajo A.
Todo para decir que la pasión puede ser el testigo mudo y pasivo de un crimen
que condena a la muerte en vida.
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