En
algún rincón de una Europa al borde de la guerra, había un Edén donde vivían un
hombre, una mujer y un niño rodeados de animales. Para ellos, eso era toda su
vida. El amor hacia ellos bastaba para darse cuenta de su enorme dedicación.
Eran cariño derramado hacia esas fieras enjauladas en un zoo en el que parecía
que la cautividad no importaba. Solo las horas para hacer que sus animales
fueran felices era el motor de toda su existencia. Y eso fue así hasta que la guerra
acabó con el jardín del Edén.
Eva, corajuda y
decidida, se dio cuenta de que los animales en Varsovia no tenían mucho futuro
así que, después de la ocupación nazi, dio un paso adelante y comenzó a
derramar todo ese cariño en las personas. Se trataba de dar cobijo a los judíos
que su marido sacaba del infame ghetto y poner el zoo a disposición de ellos
como estación de paso hacia la libertad. Así, el Edén roto y desvencijado, con
sus jaulas derribadas, comenzó a tener sentido de nuevo. La generosidad, en el
fondo, es lo que verdaderamente mueve al ser humano.
No es fácil mantener
ese estado de ánimo con el acoso de un hombre atrapado entre su ética y su
deseo. Mientras, ahí fuera, no deja de haber muertos, rebeliones inútiles,
desmanes innombrables, desprecio, ira, desolación. El zoo es como un oasis
donde la noche se hace día y la música resuena como si fuera un preludio de la
libertad. Habrá que hacer muchos sacrificios siempre dentro de la corrección y
de la bondad. Así, es posible que también se pague con bondad y la guerra
parezca un poco, solo un poco, menos salvaje.
Interesante
planteamiento el de esta película que peca de un nudo trastabillado, que le
cuesta avanzar de la mano de la cada vez más impresionante Jessica Chastain.
Suspenso para Daniel Brühl como el hombre de ciencia que se ve atrapado por la
erótica del poder y por su debilidad. Y mención especial merece Johan
Heldenberg, que aporta presencia y espíritu como marido de Chastain, con cierta
intensidad y buenas maneras. Más allá de eso, puede que en algún momento se
vislumbre la ausencia de una buena producción y la torpeza de un guión
encallado, pero se deja ver, se deja sufrir y, sobre todo, se deja sentir.
Y es que no se puede
dejar caer la moral a los pies de unas botas para justificar la barbarie y la
impunidad. Los seres humanos no son animales y nacen con el derecho inalienable
de la libertad por mucho que a su alrededor solo existan jaulas. Y eso es algo
que no se le puede arrebatar. El camello corre, el tigre ruge y las balas silban
y parece que eso es suficiente como para tener una razón que permita arrasar
con todo. Y no es así. Tal vez, tendríamos que sentir el cariño que es capaz de
desprender un animal y el inabarcable amor que puede atesorar una mujer. Solo
así podríamos darnos cuenta de lo hermosa que puede ser la vida incluso en las
condiciones más difíciles. Y también de la fiereza de nuestro carácter cuando
despreciamos a los que saben hacer de la vida un lugar acogedor que no deja de
dar razones para la esperanza. Y ésa, también, es una palabra que no hay que
olvidar nunca.
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