Con motivo del comienzo de las vacaciones de Semana Santa, vamos a suspender por unos días la actividad del blog hasta el martes día 23 de abril. Mientras tanto, disfrutad y no dejéis de ir al cine. Puede que sea lo único que tiene sentido en todo lo que nos rodea.
Una de las
características de la locura es que el enfermo cree que todo está bien, que hay
una lógica en sus comportamientos cuando, en realidad, todo está del revés,
descolocado inapropiadamente, sin lógica alguna para el resto de los mortales.
Dentro de la locura, la fantasía ocupa un lugar muy importante porque es el
refugio en el que se esconde la razón, incapaz de asumir determinados hechos o
circunstancias que asolan la normalidad. Puede que el trauma esté en una
actitud de la niñez, o que el desorden mental sea de tal magnitud que ni
siquiera se puede reconocer a la propia pareja y se crea, con unas dosis
ilimitadas de falsedad, que se está enamorado de otra persona. Y las razones de
ese enamoramiento son básicas. Quizá esa persona sea la única que muestra
comprensión en ese universo supuestamente lógico que ha construido la locura.
Así que los pensamientos se agolpan porque, a pesar de que se cree que todo
obedece a una razón, se tiene conciencia de que algo va mal, de que ese edificio
lúgubre y agobiante no es tu casa, de que esas mujeres vestidas de blanco no
son camareras de un restaurante, de que el resto de internas no son compañeras
de clase más o menos traviesas. Todo se retrotrae a un momento determinado, al
trauma de una pérdida que no se pudo asumir y que, desgraciadamente, volvió a
repetirse años más tardes dejando a la cordura sola, sin asideros, sin ningún
aliciente para seguir funcionando y comenzando un lento y paulatino paro en los
parámetros mentales.
Quizá deberíamos ser
conscientes de que lo que más puede asustar a alguien que no está en plena
posesión de sus facultades mentales es la sensación de confusión, de
desubicación, de soledad absoluta a pesar de que todo el mundo a tu alrededor
pretende ser amable y con ganas de ayudar. Los ojos buscan respuestas en los
rincones de la mente y, a veces, cuesta mucho encontrarlas y, por eso, se
empiezan a fabricar fantasías con objetos que no existen, con ficciones
espontáneas que apenas duran unos segundos, con obsesiones que permanecen en la
memoria a costa de ocupar demasiado espacio para el equilibrio. La mente humana
es uno de los misterios más insondables de la existencia y apenas se llega a
saber por qué alguien puede memorizar el número de la Seguridad Social mientras
es incapaz de recordar la dirección de su propia casa. Se trata de encauzar al
pensamiento dentro del repertorio de reacciones ante los estímulos exteriores.
El problema es que, en un hospital psiquiátrico, esos estímulos son ingentes,
avasalladores y erráticos.
Olivia de Havilland
demostró una versatilidad excepcional encarnando a esta escritora que ingresa
en una institución mental y que debe psicoanalizarse con paciencia y sin dejar
de utilizar la razón, que se muestra dispersa y disoluta. Ella, la actriz, nos
traslada la evolución de una enferma que comienza creyendo que está en un banco
del parque con su bolso al lado y termina con la seguridad de su curación
porque ha dejado de estar enamorada del médico que la ha tratado. Y, con su
trabajo, nos damos cuenta de que nos regala un pedazo de vida prohibida,
arrasada y fracasada de una mujer que desea con todas sus fuerzas que todo
vuelva a su orden natural. Con su marido, con sus ideas, con su proyecto de
hogar, con su deambular por las calles sin llamar la atención, con la
normalidad. Con normalidad. ¡Qué difícil es conseguir esa normalidad cuando los
nervios están hechos trizas y la voluntad parece que se anula a los dictados de
la mente! Y, sin embargo, Olivia de Havilland lo consigue porque nos creemos su
angustia, su instinto de superación, su deseo de felicidad y su conciencia de
talento. De locos.
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