Internet
es ese basurero donde todos fingen lo que no son. Van en busca de un
reconocimiento íntimo amparados en el anonimato de los más diversos aparatos
tecnológicos; o sólo quieren echarse unas risas y, si para ello es necesario
humillar a terceros, adelante; o, tal vez, pretenden el pulgar hacia arriba
para poder alimentar el convencimiento de que son el centro de algo cuando, en
realidad, lo son de la nada. La red también es el enorme cubo donde se deposita
un buen puñado de mentiras, lanzadas al vuelo, con el fin de lograr los motivos
anteriores o cualquier otro de naturaleza ignota. Y, desde luego, es el paraíso
de los frikis, tan necesitados de ser
el centro de atención para reafirmar todas las creencias que surgen detrás de
los más diversos complejos.
Rara vez se piensa en
el daño que se puede causar con la divulgación de unas fotos, o con unos
cuantos documentos que se han pirateado subrepticiamente. Por supuesto, luego
se emprenderá la caza del culpable, pero con soltar un embuste, todo
solucionado. Así se prenden las iras y se dan rienda suelta a todas las
frustraciones imaginables. Y supongamos por un momento que esas iras, ese
resentimiento que pugna por salir y expresarse, acaban por estallar con
violencia. No sería la primera vez. Buenos ejemplos de ello hemos tenido en los
últimos años. Da igual si los perjudicados son inocentes o no. El pueblo habla
y, como bien se sabe, la democracia de las redes sociales está por encima de
cualquier ley.
Si se tuvieran dos dedos
de frente, la conciencia avisaría con señales desesperadas de que, en realidad,
a nadie debe importarle la foto que has hecho, lo que has desayunado, el color
de tu ropa interior o cualquier anécdota que pueda pasarte. Pero el morbo lo
domina todo. La vieja costumbre de enterarse de cualquier cotilleo es un veneno
adictivo que se introduce sin apenas notarlo. Y no es que eso tenga alguna
trascendencia. No la tiene. Sólo la adquiere en el mismo momento en que se sube
a la red social de turno. Y parece ser que algo tan sencillo no cuaja demasiado
en el pensamiento colectivo.
Sam Levinson, el hijo
del director Barry Levinson (Rain Man,
El mejor) ha decidido darle fuego a
la mecha y ha puesto en marcha una mezcla de La jauría humana, de Arthur Penn, con La purga y con algún que
otro toque de El resplandor, de
Kubrick y La calumnia, de Wyler. El
resultado es una película enérgica, algo pasada de estilo, ligeramente
desbarrada hacia el final, con una secuencia, la del asalto a la casa, que es
un auténtico prodigio de técnica cinematográfica. También cae en un cierto
maniqueísmo al reducirlo todo a un mero enfrentamiento entre hombres (tontos y
malos) contra mujeres (listas y decididas). El verdadero valor está en esa
crítica abierta a Internet y su uso despreciable que, sin engañarnos ni un
poco, afirma que es lo corriente hoy en día.
Así que más vale que
vayan cargando las ametralladoras y dejen a las chicas en paz. No hay nada peor
que una mujer con el ceño fruncido y, en esta ocasión, son cuatro. Van a vaciar
los cargadores sin piedad y, además, van a desafiar a todo el mundo porque ya
llega un momento en que hay que tomar las armas para que no se les pueda decir
lo que tienen que hacer. La caza social ha comenzado y nadie sabe quién puede
ganar, aunque deberían tener una idea aproximada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario