Después de una pérdida
irreparable, un psiquiatra decide aceptar un trabajo en la universidad donde se
graduó. En principio, es algo bien sencillo que, incluso, podría estar por
debajo de sus capacidades. Sólo se trata de evaluar psicológicamente a unos
cuantos pacientes que acuden allí para saber qué tratamiento deben seguir. El
trabajo es aburrido, rutinario, muy simple. Una charla con ellos y apuntar un
diagnóstico previo en una ficha para, luego, pasarlo a la consulta de otro
colega. El dolor en él está demasiado presente y apenas puede llevar a cabo con
toda la atención la tarea que tiene encomendada. Le supervisa su antiguo
profesor, el mismo que le tuteló la tesis doctoral. Quizá por eso, porque el
dolor es inaguantable, es la persona indicada para mirar un poco más allá de lo
que ven todos los demás.
La memoria posee
mecanismos incontrolables y, en muchas ocasiones, esconde lo que es demasiado
traumático como para volver a recordarlo. Los potenciales pacientes pasan por
su pequeño despacho y le cuentan cosas aparentemente normales y el psiquiatra
apenas les presta atención. Uno, otro, otro más…no importa ninguno de sus
problemas en comparación con el que arrastra él mismo. Y, sin embargo, hay algo
oscuro, muy secreto que parece unir a todos ellos. Es difícil de explicar con
palabras, pero el presentimiento es muy fuerte y comienzan a funcionar los
mecanismos del subconsciente. A través de ellos, el psiquiatra descubrirá que
sus demonios estuvieron cerca, muy cerca…más de lo que cualquier memoria sería
capaz de retener.
Tendrá que volver a un
sitio del que salió hace mucho tiempo, para descubrir que ese demonio que tanto
daño le hizo, sigue vivo y merece un castigo. Castigo porque dejó que apenas
unos chiquillos pagaran una culpa, castigo porque torturó a alguien a quien
debía proteger, castigo porque nunca hubo un arrepentimiento y ese dolor tan
rechazable se quedó ahí, anidando en su interior, creciendo sin piedad,
devorando todo lo que encontraba a su paso. Tal vez sea el momento de ajustar cuentas
y mirar de nuevo, atender a los detalles, volver a recordar…la tortura de
volver a recordar, como si esos recuerdos fueran vistos desde fuera con apenas
unas pistas intuidas. No es fácil, doctor. Sobre todo si se trata de resucitar
a unos cuantos fantasmas que piden justicia.
Estrenada de tapadillo,
es una película que pasó desapercibida y que muy pocas personas llegaron a ver
en su momento. Adrien Brody y Sam Neill se mueven en los terrenos de la
inquietud con un guión que, tal vez, no esté del todo cerrado, pero que sí
consigue estremecer y agitar con la necesaria colaboración del espectador. Es
obligatorio asistir a los errores, a la ingenuidad de una edad difícil, al
diablo que siempre se esconde detrás de los más débiles. Y eso no es fácil para
nadie porque se puede tener la certeza de que todos esos errores y todo ese
silencio tienen otra culpa y otro sentido cuando se observa todo como simple
espectador pasivo, como uno de esos mirones que asisten a otras historias sin
poder intervenir más que en un plano temporal que se traslada treinta años.
Puede que esta película merezca otra oportunidad. Igual que su protagonista.
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