Todo
el mundo conoce el síndrome de Diógenes. Es esa enfermedad mental que consiste
en el abandono total o parcial de toda actividad social llevando al aislamiento
voluntario y a la acumulación de grandes cantidades de basura. Además, el
filósofo Diógenes fue el máximo representante de la doctrina filosófica griega
del cinismo que, si traducimos del griego, es algo similar al perro puesto que adoptó un estilo de vida parecido al de
estos animales al hacer de su casa una simple tinaja donde también guardaba sus
escasísimas pertenencias.
Unos cuantos siglos
después, nos encontramos con el típico pelmazo que nos demanda conversación en
un tren y empieza a contarnos lo apasionante de su profesión a través de una
mentira sobre otra. La superposición de narrativas nos da un mosaico de su
enrevesada personalidad y nos abre la puerta a la posibilidad de que, de un
modo u otro, todos somos esos cínicos diogenesianos que atesoramos
comportamientos similares al perro, acumulamos basura, bien sea física o
mentalmente, y es casi imposible encontrar en pleno día y con ayuda de un farol
a cualquier hombre de verdad que sea medianamente honesto.
Con estas premisas, se
monta una película. Nos acercamos, primero, con unas ciertas ganas de sonreír
porque la situación lo pide, pero, de una forma un tanto brutal, se nos cierran
las comisuras y aquello de gracioso no tiene nada. El espectador, sin apenas
darse cuenta, comienza a bajar las escaleras de la degradación y se va desprendiendo
de todos los valores terrenales, al igual que Diógenes, y comienza a darse
cuenta de que, tal vez, el vecino de la butaca de al lado sea un psicópata de
mente perturbada, el de delante puede que sea un esquizofrénico paranoide de
aquí te espero y que, en más de una ocasión, nos hemos dejado humillar lo
indecible por váyase usted a saber qué razones.
Y el conjunto, comienza
a perderse en un interminable juego de charadas que, en realidad, no tienen
ninguna solución. Son cuentos que, desgraciadamente, pueden tener un algo de
realidad y, por eso, es material muy inflamable. Dentro de la película, hay un
interesante trabajo de Ernesto Alterio y, desde luego, siempre es un placer
volver a acompañar a Macarena García allá por donde vaya, pero no hay desenlace
puesto que vuelve a ser un planteamiento, pasamos por lo desagradable con un
cierto regodeo y más de uno y más de dos se levantan en plena proyección
maldiciendo haberse gastado el dinero en un muestrario de paranoias bastante
obtusas.
Así que, la verdad, no
veo ninguna ventaja a viajar en tren si se va a sentar enfrente, al lado o en
oblicuo una persona que me va invitar a una charla para asistir a mi propia
tortura moral. Prefiero concentrarme en ese paisaje que está por venir si me
siento en la dirección del tren, o en ese otro que ya ha pasado si voy al lado
contrario, como bien decía Turner. Hay pensamientos que parecen tomar forma con
los interminables ruidos de la vía férrea incluso en el látigo de la alta
velocidad y, a mano, siempre tengo una carpeta con un buen puñado de folios en
blanco esperando a ser rellenados con mis propias narrativas que no son más que
mentiras muy insulsas si las comparamos con todas estas. Es lo que tiene el
estar sólo un poco loco, aunque los demás piensen que estoy más cuerdo que la
hora.
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