Un juicio y todo es muy
confuso. George Radcliffe declara como testigo y condena a un hombre a prisión.
Está convencido de que lo que ha dicho es verdad. Sin embargo, su esposa, al
cabo del tiempo, comienza a dudar. No puede ser sólo casualidad que, a partir
del crimen, George haya prosperado hasta convertirse en un rico empresario. Hay
pistas que no están del todo claras y el acusado no ha dejado de clamar por su
inocencia. Y George, maldita sea, tampoco da demasiadas explicaciones sobre lo
que realmente pasó. Quizá porque también exige una prueba de amor y no es otra
que su esposa le crea, esté convencida de que su marido es un hombre honrado y
de que lo que ha conseguido ha sido por un golpe de suerte y, después, una
buena gestión. Allí mismo, en la antesala del tribunal, también estaba el que
iba a ser socio de George. Londres parece acusar con la misma seriedad que su
apariencia y las noches comienzan a ser largas, penosas, angustiosas. La mujer
se plantea la posibilidad de vivir con una mentira. Su marido es un asesino y
debe pasarlo por alto. ¿Tan lejos llega la sospecha? George lo sabe y tampoco
puede admitirlo. No es capaz de vivir con una mujer que calla por seguridad
aunque él mismo sepa que no hizo nada, salvo estar en el lugar equivocado en el
momento menos oportuno. Hubo dinero en el crimen. Hubo envidia. Hubo rencor. Y
George tendrá que demostrar con algo más que con hechos que él no ha hecho daño
a nadie, salvo, quizá, al propio acusado.
Y tampoco ayuda la
amiga de la esposa. Con sus comentarios algo insidiosos, siembra semillas de
sospecha, cree verle en un taxi en pleno Londres cuando debería estar en París.
Hay otro extraño personaje, un antiguo abogado caído en desgracia, que quiere
hacer chantaje. Habrá que estar pendiente sobre cualquier palabra de más. Y
afilar bien la navaja, calentar cuidadosamente el agua y moverse con sumo
sigilo entre las sombras de la suntuosa casa del matrimonio Radcliffe. No, no
puede ser un asesino. ¿O sí? Sólo acercarse a un acantilado ya es motivo
suficiente como para que la inquietud aumente la sensación de que ella está en
peligro si averigua todo. Las sombras de sospecha se multiplican y no hay nadie
a quien acudir.
Esta fue la última
película que rodó Gary Cooper. Mientras trabajaba en ella, ya sabía que estaba
enfermo y aplicó su rostro y su sentimiento a la ambigüedad que emanaba de su
personaje. A su lado, Deborah Kerr, con los ojos en busca de respuestas que
nunca llegan, tratando de encontrar un asidero con el que exculpar a su marido.
Un poco más atrás, un fascinante Michael Wilding, cínico y atractivo, tratando
de establecer conexiones a pesar de la brevedad de su cometido. En la
dirección, Michael Anderson, que intenta mesurar la tensión con cierta maestría
hasta llegar a una torpe resolución final. En la producción, Marlon Brando en
una de las escasas incursiones fuera de su propio lucimiento a través de su
productora, la Pennebaker Productions. El tiempo y la muerte de Gary Cooper han
enterrado este título en la penumbra cuando contiene una de las
interpretaciones más conmovedoras y acertadas del actor. Y no cabe duda de que,
en determinado momento, se llega a pensar en lo peor porque cuando alguien te
quiere hasta el silencio es cuando se deben dar todas las explicaciones
necesarias.
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