La
pasión por la velocidad es algo que ha movido a la raza humana desde siempre. Y
es aún más obsesiva cuando un puñado de soñadores decide romper el monopolio de
victorias de Ferrari para fabricar un coche competitivo que se convierta en
leyenda. Sin embargo, en el sueño, suele haber demasiados intereses creados
porque, al fin y al cabo, lo que se quiere es vender. No valen excusas como el
deporte, o la venganza por no acceder a un proyecto, o la gloria. Lo único que
cuenta es la cifra de ventas amparándose en la marca que ha conseguido ganar en
las veinticuatro horas de Le Mans.
Para conseguirlo, no
sólo hay que contar con un entregado equipo de ingenieros y unos cuantos
millones de presupuesto. Las personas indicadas son algo imprescindible si se
aspira estar en lo más alto del podio. Alguien fascinado por los ruidos del
motor, por el comportamiento de un coche cuando se le está exigiendo algo más
de lo que es capaz de dar, y, también, por qué no decirlo, un lubricante de
amistad que esté más allá de los enfados, del egoísmo personal, de la ceguera
que suele producir el dinero a espuertas. Debe haber unos cuantos tipos que
pongan a la velocidad como medio y no como fin y dispuestos a lamerse
mutuamente las heridas cuando la derrota realiza su pesarosa visita. El motor
ruge. Las personalidades se disparan. El asfalto se devora. Las ruedas se
desgastan. Los frenos se queman. Los motores se rompen. El trayecto es lo que
realmente importa.
James Mangold, conocido
director del que cabría destacar aquella Copland
en la que consiguió arrancar la que sea, posiblemente, la mejor interpretación
de Sylvester Stallone, se ha hecho cargo de esta película con agilidad, con
planos dinámicos, con narración suelta y montaje de carreras. Todo funciona con
notable eficacia. Para ello, cuenta con interpretaciones ajustadas de Matt
Damon y de Christian Bale, éste al borde de ese histrionismo tan querido para
él, pero que, en esta ocasión, lo pide el personaje. Ambos componen una pareja
de intrépidos dispuestos a saltarse los límites de las siete mil revoluciones
por minutos y exigir el máximo al motor de una historia que funciona sin
fisuras, sin llegar a la zona roja de sobrecalentamiento de las piezas, pero
interesante en todo momento.
Y es que es muy difícil
conseguir que un coche sea la prolongación de uno mismo, conocer sus puntos
flacos y repararlos al instante con un diagnóstico sin dudas. El espíritu de
Howard Hawks y una de sus más desconocidas películas, Peligro línea 7000, está presente en este viaje hacia lo imposible
y se tiene una cierta sensación de que el verdadero peligro no es la
competencia con otras escuderías, sino los propios ejecutivos de traje, corbata
y chófer que tratan de torpedear cualquier intento que no pase directamente por
sus manos. La admiración privada se queda en las cuatro paredes del hogar y,
quizá, se intuye que la velocidad es un veneno que no es tan fácil abandonar.
Siempre se quiere más, llegar más lejos, lo más rápido posible, con la mejor
máquina, con el miedo dominado y el cambio de marchas al rojo vivo. Un trayecto
lleno de peligros y de direcciones de doble sentido que hay que sortear a
través de la experiencia y de la sabiduría natural de unos tipos que nacieron
con un volante entre las manos. Más allá de eso, sólo hay que recoger la corona
de vencedor cuando se sabe que se hizo lo debido y cuando la amistad quedó como
inspiración para todo lo que vino después.
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