viernes, 29 de noviembre de 2019

HAMMETT (El hombre de Chinatown) (1982), de Wim Wenders



Dashiell Hammett, el escritor. Dashiell Hammett, el detective. Ambos se confunden peligrosamente entre las brumas oníricas de un caso que, tal vez, nunca existió, pero que ayudó a construir el universo y las formas de las letras que salieron de su vieja máquina de escribir. Hammett descendió a los infiernos de los bajos fondos, a los muelles malolientes, a la profunda degeneración del ser humano para ofrecernos un estilo depurado, nuevo, impecable, con su propio imaginario y su propia entidad sobre unos cuantos tipos que no renunciaban a su propia ética mientras se veían acosados por las mayores suciedades y corrupciones. Sí, todo es una historia de ficción. Sam Hammett nunca tuvo que investigar la desaparición de una chica alegre, nunca se inspiró en ningún personaje que le llevara a la decepción más intensa, pero no cabe duda de que su universo estaba ahí, pidiendo a gritos una respuesta rápida y creíble, aguda y definitiva. Quizá esta película sólo quiera ofrecer una parte del espíritu de un gran escritor que utilizó su propia experiencia para crear algunas novelas inolvidables.
Sí, porque en el escenario de Hammett los personajes no están cortados de una sola pieza. El taxista es un anarquista convencido con ciertas tendencias sindicales. El amigo, la inspiración, es sólo un hombre detrás de una fachada. La chica es la única que está dispuesta a jugarse el pellejo por un hombre pequeño de alma grande. El médico es ese tipo que le aconseja no guardar dudas ante el suicidio y que le anuncia la enfermedad de su riñón como excusa para dejarle solo y echar una mirada a los archivos. Es como un estanque de agua que va dibujando leves ondas al echar un recuerdo en sus brazos. Hammett, detective. Hammett, escritor. Ambos son el mismo y ambos fueron realidad en una historia que no lo fue.
Hubo grandes problemas en la realización de esta película. Parece ser que, incluso, se rodaron dos versiones. En contra de la opinión general, Wim Wenders, el director, rodó las dos. La primera según su propio criterio en el que primaba esa fascinante fusión que sitiaba a un detective que comenzaba a confundir la realidad y la ficción. La segunda, según el criterio del productor, Francis Ford Coppola, más partidario de dejar que la realidad se impusiera con Hammett como motor de la misma, sin dejar de lado su tendencia a fantasear sobre las teclas, disfrazando la realidad de fascinación. Para rodar esta segunda versión también hubo cambios en el reparto (Peter Boyle por Brian Keith, por ejemplo) y fue ésta la que prevaleció. Más tarde, con amargura propia de un sabueso, Wim Wenders declaró que la primera versión se había perdido definitivamente.
Por lo demás, la factura de la película es impecable, con una maravillosa y evocadora banda sonora de John Barry e íntegramente rodada en interiores, con un cuidado exquisito en la ambientación y el vestuario, con diálogos brillantes y homenajes preclaros a El halcón maltés, a Bogart, a Sidney Greenstreet y a un mundo que sólo existió en sueños de franqueza. Frederic Forrest es solvente encarnando al gran escritor-detective y, por una vez, uno tiene la sensación de que se puede tocar la textura de esos trajes, de esos decorados y de ese ambiente. Quizá eso mismo era lo que pretendía un escritor de la talla de Samuel Dashiell Hammett.

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