martes, 25 de febrero de 2020

LA COSTILLA DE ADÁN (1949), de George Cukor



Por supuesto que una mujer también tiene derecho a descerrajar un par de tiros al golfo de su marido si le pilla con una pelandrusca pelando la pava. Faltaría más. Y no cabe tampoco ninguna duda de que una mujer abogada puede ser tan competente o más que cualquier hombre abogado. Y, sin embargo, siempre hay una pequeña diferencia. No es una diferencia que nos haga a unos y a otras mejores o peores, no. Es sólo una diferencia. Los tigres van a rayas y las panteras lucen una manta negra. Y son igualmente hermosos. Igualmente diferentes. Igualmente hechos el uno para el otro (vale, para la otra). Y, además, ¿no es fantástico que George Cukor nos diga todo esto con una sonrisa en la boca? ¿No es aún más fantástico que dos intérpretes como Katharine Hepburn y Spencer Tracy nos digan tanto acerca de las complicidades como de los defectos de ambos sexos? La película es un raro disfrute que se adelanta muchos años a otras inquietudes. Y da la razón a unos y se la quita cuando es necesario. Y da la razón a otras y se la quita cuando es necesario. La mujer es tan capaz como el hombre. Eso no debería dudarlo nadie. Y aún así, somos diferentes.
Y es que seamos sinceros, nadie tiene derecho a tomarse la justicia por su mano. Ni hombres, ni mujeres. Tal vez si nos metiéramos bien eso en la cabeza las cosas serían algo distintas. Un no es un no. Y, cuidado, un sí también es un sí. Por mucho que se quiera disfrazar de otras razones. Más allá de eso, no se puede convertir un juzgado en un circo sólo para demostrar que se tiene razón. No vale todo. Lo que más valor tiene en nuestro cuerpo, seamos sinceros, es el cerebro. Y eso es lo que nos iguala, nos hace más fuertes, más cómplices, más serenos, nos junta, nos anima, nos marca los límites y nos atormenta. Y si el cerebro no funciona, todos somos iguales de tontos (y tontas). Tampoco es tan complicado. También, por supuesto, hay que tener unas ciertas dosis de empatía y de verdad, y de objetividad, que de eso vamos muy justos y si, para ello, hay que subirse a un estrado y jurar que se va a decir todo y nada más que lo auténtico, pues se hace. Sin olvidar, no obstante, que todos (y todas) somos nosotros y nuestras circunstancias pues eso es lo que nos hace seres humanos, sin distinción de sexo.
Así que viva esa pequeña diferencia que a ninguno hace mejor ni peor. Yo estoy de acuerdo en que exista porque, si no, seríamos aburridas repeticiones de carne y hueso y no estoy dispuesto a ser uno más. Tenemos que amar y ser amados (en caso contrario, la vida merece muy poco la pena), debemos respetar y ser respetados, podemos desear y ser deseados y, desde luego, estamos obligados a comportarnos en todo momento y lugar. Unas y otros. Unos y otras. Y corramos la cortina y seamos uno.

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