A veces, la persona más discreta es el embalse de todas las rabias, de todas las frustraciones, de todos los sueños y de todos los deseos. Puede que haya un gran actor a punto de representar El rey Lear y que no sea fácil dar vida a ese personaje que decide dividir su reino entre sus tres hijos. Eso es lo que el público ve y, en muchas ocasiones, es lo que desea ver. Sin embargo, la auténtica fuerza para que el gran actor, el de prestigio, el que dice las frases como si nunca se hubieran dicho antes, regale lo mejor de sí mismo a la audiencia está en el camerino, pendiente de que todo esté en orden y en su sitio, listo para ser utilizado en un cambio rápido, o lentamente degustado en esa hora mágica que es el previo a la función. Suele ser el primero en llegar y el último en salir y también es el confesionario particular del actor, quien recoge sus enfados secretos, quien consuela sus silencios introspectivos, quien derrocha todo el amor que falta a la hora del fracaso. Y, tal vez, también es quien pone los pies en el suelo al divo que cree que es insustituible.
Y esa posición
secundaria, apenas perceptible, conlleva una inseguridad latente al no saber
cuál es su papel dentro del gran teatro del actor al que sirve. Su inmenso amor
por él es puro silencio detrás de sus arrogancias y, quizá, haya llegado el
momento de asegurarse de que todo va a salir bien a pesar de que el actor, ese
hombre sin nombre que es, a la vez, todos los nombres, ya está en el declive de
su arte y en la emergencia de su salud. Ese criado que se asegura de que cada
mínimo detalle va a estar en el sitio apropiado en el momento necesario,
también vive bajo una gran tensión nerviosa porque sufre tanto como su señor,
pelea tanto como él, se agota tanto sobre las tablas y se derrumba en la silla
de la misma manera que aquel al que tiene que servir. Es la sombra de un genio
y, como tal, debe de comportarse. Incluso sin agradecimientos a pie de página.
Durante toda su servidumbre, esa sombra ha tenido que soportar lo insoportable
y tendrá un pequeño instante de ira vengativa, de rabia por haber ocupado la
nada en un corazón de artista. El amor, no obstante, todo lo puede. Incluso
conseguir la certeza de que ha sido el hombre más importante en la vida de
otro. Aunque nadie lo sepa.
Tom Courtenay y Albert
Finney dan dos lecciones de interpretación difíciles de olvidar. Ellos son los
espíritus que se visten a la luz de un espejo enmarcado por bombillas para
fabricar toda la magia que se expande sobre un patio de butacas a la espera de
una historia. Y por sus rostros, viajamos y exploramos la orografía de las
sensaciones de dos seres que vivieron a través de sus propios personajes.
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