Puede
que, en algún momento de nuestras vidas, nos guardemos unas cuantas emociones
en uno de esos apartados trasteros del alma para no volver a revivir aquello
que nos ha hecho daño. El resultado es el silencio que clama por hablar, o la
incapacidad para hacer frente al hecho de que hay otras personas que, tal vez,
han encontrado el secreto de la felicidad. Sin embargo, siempre hay alguien que
sabe leer en el interior de nuestras frustraciones y, en un principio, nos
sentimos indefensos, perdidos e irremediablemente descubiertos. Nos costará
darnos cuenta de que hay alguien que, simplemente, se preocupa por nosotros.
Y también es posible
que esa persona destaque porque la ayuda que presta es sorda, muy quieta, muy
relajada y muy adecuada. Lo hace como quien no quiere la cosa. Haciendo
preguntas cuando debe responder. Leyendo sólo la mitad de nuestras líneas
porque estamos tan cerrados, tan inmunes a la bondad, que no queremos que nadie
conozca nuestros sentimientos secretos, nuestra rabia, nuestro íntimo deseo de
que las cosas hubiesen sido de otra manera.
Por otro lado, es
evidente que la bondad, hoy en día, nos parece un comportamiento ridículo,
anticuado y anacrónico. Ya no hay personas que la practiquen sin esperar nada a
cambio porque vivimos en un mundo cada vez más despersonalizado, que suele
tomarnos invariablemente como un punto entre la masa en lugar de
individualidades únicas e insustituibles. No, la bondad ya no se estila.
Siempre nos parece sospechosa. Y en muchas ocasiones creemos que es algo que
destila algo mesiánico, con descaradas intenciones hacia la galería y mentirosa
por naturaleza. Y lo peor de todo es que aún hay hombres y mujeres que están
deseando ponerla en práctica y no se atreven porque no soportan el comentario
posterior. Es algo parecido a llorar. Un signo de debilidad e, incluso, de
inferioridad. Y estamos muy equivocados.
La historia del
presentador Fred Rogers a través de una larga entrevista para la revista Esquire tiene a Tom Hanks en la piel que
más le gusta pero, sobre todo, a Matthew Rhys en una interpretación compleja,
enormemente contenida y atormentada, que llena de sentido esa especie de
inversión de roles que practican el entrevistado y el entrevistador porque, a veces,
y esto ocurre sólo muy de vez en cuando, un reportaje dice más del periodista
que del personaje. Marielle Heller, la directora, por su parte, vuelve a
colocarse en el filo de una historia moral, tal y como hizo en la más que
aceptable ¿Podrás perdonarme algún día?
y, quizás, también nos desliza un mensaje de que la mente humana tiene algo que
no deja nunca de ser infantil. Sus mecanismos son más sencillos de lo que
pensamos y una de las claves es la sinceridad con nosotros mismos.
La película conserva momentos
de cierta brillantez aunque toda ella es de un deliberado tono menor. No
obstante, también hay algunos instantes en los que parece que se atasca, le
cuesta avanzar, se pierde en intentar explicar lo que se puede sugerir y, desde
luego, está muy lejos de ser cine para niños. Por eso mismo hay que dejarse
llevar por la fuerza de las emociones que experimenta el personaje de Matthew
Rhys, sin llegar nunca a la lágrima fácil porque, al fin y al cabo, es un
sentimiento que lleva mucho tiempo arrinconado y oculto. Algo que todos, de una
manera o de otra, también poseemos en algún lugar de nuestro complicado y
agazapado interior.
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