El nuevo mundo ya está
aquí. Es ése en el que se escribe la postverdad a conveniencia del momento
político. Es ése mismo en el que el amor está prohibido porque, al fin y al
cabo, es sólo un instrumento de procreación y lo contrario sería la rebelión al
dejar que el individuo elija por sí mismo. Es ése en el que el culto al líder
está por encima de cualquier otra consideración. Es ése en el que estamos
permanentemente vigilados, no vaya a ser que nos dé por hacer algo tan
revolucionario como escribir y pensar. No se puede divulgar ideas porque va en
contra de lo establecido. No se permite la libre circulación porque cada
individuo debe cumplir su papel asignado. Nadie se mueve y no hay lugar para
otro pensamiento que no sea el oficial. Lo demás es perseguido y los autores
son detenidos, encarcelados, torturados y obligados a cambiar de opinión para
que sigan sosteniendo los cimientos de lo políticamente correcto. Ya está aquí,
sí. Y no cabe la más mínima duda.
Sin embargo, hay un don
nadie, un ser gris y nada destacable que se llama Winston Smith que se empieza
a dar cuenta, desde el Ministerio de la Verdad, que lo que hoy se da como
cierto, no lo era apenas unos años atrás. Él es uno de los encargados de
reescribir la historia y, por supuesto, debe atenerse a unos criterios nítidos
de censura. No se pueden decir determinadas palabras. No se deben mencionar
algunos temas. Siempre hay que estar dentro de las reglas de una sociedad
opresora que no concibe la libertad como una opción. Y, por si ello fuera poco,
Winston Smith comete un delito imperdonable. Comienza a sentir atracción por
una chica. Al principio, sólo son miradas. Leves caídas de ojos que se
encuentran porque no hay un lugar mejor en el que estar. Después llega el
riesgo, con citas furtivas en habitaciones escondidas. El amor parece que se
abre paso en un terreno totalmente estéril. El país siempre está en guerra.
Primero, con unos. Luego, con otros. Más tarde, se alía con los primeros y
arremete contra un tercero, pero el amor está ahí, como un débil signo de vida,
como una pequeñísima rebelión del instante, como un sueño que apenas dura unos
segundos.
Casi nadie conoce está primera versión del clásico de George Orwell que interpretaron el siempre excelente Edmond O´Brien y la incómoda Jan Sterling. Bajo la dirección de Michael Anderson, no cabe duda de que mucha de su imaginería ha quedado desfasada, soñando con un futuro que ya ha quedado anticuado, pero quizá sea una versión inteligente, refinada y muy sugerida, con grandes detalles que ponen de manifiesto a quién quería realmente criticar el escritor y de qué modo. La derrota de las ideas y de los sentimientos en aras del lavado de cerebro se torna angustiosa, difícil y arrasadora porque la esperanza, sencillamente, no existe en este futuro distópico y más cercano de lo que se pudiera pensar. Sólo hay que ver cuántos puntos en común se establecen en comparación con nuestro presente y darse cuenta de que la tendencia es convertir a la inmensa mayoría en un rebaño obediente y sumiso, exento de responsabilidades más allá de las de cumplir con las normas que se han convertido en ley represora del pensamiento. Estamos más allá de ese año, pero nos estamos acercando peligrosamente.
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