martes, 29 de septiembre de 2020

1984 (1956), de Michael Anderson

 

El nuevo mundo ya está aquí. Es ése en el que se escribe la postverdad a conveniencia del momento político. Es ése mismo en el que el amor está prohibido porque, al fin y al cabo, es sólo un instrumento de procreación y lo contrario sería la rebelión al dejar que el individuo elija por sí mismo. Es ése en el que el culto al líder está por encima de cualquier otra consideración. Es ése en el que estamos permanentemente vigilados, no vaya a ser que nos dé por hacer algo tan revolucionario como escribir y pensar. No se puede divulgar ideas porque va en contra de lo establecido. No se permite la libre circulación porque cada individuo debe cumplir su papel asignado. Nadie se mueve y no hay lugar para otro pensamiento que no sea el oficial. Lo demás es perseguido y los autores son detenidos, encarcelados, torturados y obligados a cambiar de opinión para que sigan sosteniendo los cimientos de lo políticamente correcto. Ya está aquí, sí. Y no cabe la más mínima duda.

Sin embargo, hay un don nadie, un ser gris y nada destacable que se llama Winston Smith que se empieza a dar cuenta, desde el Ministerio de la Verdad, que lo que hoy se da como cierto, no lo era apenas unos años atrás. Él es uno de los encargados de reescribir la historia y, por supuesto, debe atenerse a unos criterios nítidos de censura. No se pueden decir determinadas palabras. No se deben mencionar algunos temas. Siempre hay que estar dentro de las reglas de una sociedad opresora que no concibe la libertad como una opción. Y, por si ello fuera poco, Winston Smith comete un delito imperdonable. Comienza a sentir atracción por una chica. Al principio, sólo son miradas. Leves caídas de ojos que se encuentran porque no hay un lugar mejor en el que estar. Después llega el riesgo, con citas furtivas en habitaciones escondidas. El amor parece que se abre paso en un terreno totalmente estéril. El país siempre está en guerra. Primero, con unos. Luego, con otros. Más tarde, se alía con los primeros y arremete contra un tercero, pero el amor está ahí, como un débil signo de vida, como una pequeñísima rebelión del instante, como un sueño que apenas dura unos segundos.

Casi nadie conoce está primera versión del clásico de George Orwell que interpretaron el siempre excelente Edmond O´Brien y la incómoda Jan Sterling. Bajo la dirección de Michael Anderson, no cabe duda de que mucha de su imaginería ha quedado desfasada, soñando con un futuro que ya ha quedado anticuado, pero quizá sea una versión inteligente, refinada y muy sugerida, con grandes detalles que ponen de manifiesto a quién quería realmente criticar el escritor y de qué modo. La derrota de las ideas y de los sentimientos en aras del lavado de cerebro se torna angustiosa, difícil y arrasadora porque la esperanza, sencillamente, no existe en este futuro distópico y más cercano de lo que se pudiera pensar. Sólo hay que ver cuántos puntos en común se establecen en comparación con nuestro presente y darse cuenta de que la tendencia es convertir a la inmensa mayoría en un rebaño obediente y sumiso, exento de responsabilidades más allá de las de cumplir con las normas que se han convertido en ley represora del pensamiento. Estamos más allá de ese año, pero nos estamos acercando peligrosamente.

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