El
dolor, cuando es intenso y verdadero, no se va nunca. Está ahí, a veces
agazapado, a veces patente, esperando el peor momento de debilidad para
atenazar los sentimientos y estrangularlos hasta la desesperación. Sabe nadar
en ginebra y cerveza y no suele marcharse entre un buen montón de botellas y de
latas. Tal vez, igual que un deporte como el baloncesto, para sobrellevar el
dolor, hay que saber sobrellevar las derrotas. Lo importante de caerse, no es
levantarse. Es intentarlo. Y el dolor, voraz y caníbal, trata de impedirlo
siempre.
Sí, porque, cuando la
derrota es total, ya todo da igual. No importa entregar lo que más quieres, ni
guardar demasiado las apariencias, ni contar con nadie para que las lágrimas
alivien un poco el peso insoportable de la pena. No tiene mucho sentido
regresar a aquellas canchas donde, quizá, estuvo lo mejor de uno mismo porque
el pasado se ha borrado, es sólo un recuerdo difuso que, incluso, puede que ni
siquiera exista. La competición y el instinto de superación ya no se guarda en
la memoria y es muy difícil transmitir esos valores a un grupo de chavales que
también se han conformado con la derrota que cae, inevitablemente, partido tras
partido.
No, no es una película
sobre baloncesto. Es sobre un hombre que, en su día, volcó su ilusión sobre el
deporte y al que la vida ha castigado tanto que está obligado a encontrar
razones para seguir respirando. Puede que esos chavales que se esfuerzan por
conseguir la canasta de la victoria le den un par de lecciones y, de paso,
devolvérselas para que vuelvan a recobrar la autoestima, el auténtico valor de
la juventud, el ímpetu avasallador de esas camisetas sudadas, de esa rabia de
nobleza, de ese talento que aún nadie ha sabido ver. Poco a poco, es posible
que aprendan también que vencer es un camino lleno de derrotas.
Gavin O´Connor es un
director habitualmente eficaz. Lo demostró con películas tan notables como Cuestión de honor o la sorprendente El contable. En esta ocasión, se atasca un poco y trata de no
ofrecer una nueva versión de Hoosiers,
probablemente la película favorita de todos los que aman el baloncesto, o de
aquella en clave nostálgica Cuando fuimos
campeones, pero consigue extraer una más que aceptable interpretación a Ben
Affleck que saca un buen partido, dando sentido a su habitual impasibilidad
como actor. No hay gran final con canasta en el último momento, aunque sí hay
algo parecido, ni tampoco un resurgimiento claro del hombre que tenía que haber
sido el protagonista. Sólo hay un regreso al lugar donde se fue feliz tras
dejar bien claro que las debilidades no nos abandonan así como así. El sabor
que queda es agridulce, incompleto, algo decepcionante y, sin embargo, bastante
lógico. Se nada entre dos aguas y el balón del último segundo es sólo una
terapia en un atardecer.
Así que es tiempo de
dejarnos llevar por la realidad con el deporte de trasfondo. No siempre se gana
totalmente. Lo habitual es que se pierda. Por eso tienen tanto valor las
victorias. Y no son, precisamente, las que se ganan en una cancha. Eso es sólo
adrenalina, superación, autoestima, espectáculo, entretenimiento y tener unos
minutos de triunfo que no suelen durar mucho más allá que las cervezas de
celebración. La verdadera canasta que hay que transformar suele ser mucho más
difícil y la copa que se juega es la propia vida. Por eso, el camino de regreso
es tan excepcionalmente duro.
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