martes, 22 de septiembre de 2020

TOVARICH (1937), de Anatole Litvak

 

De nobles a criados. Maldición que persigue a aquellos que huyeron de la revolución rusa y que disfrutaban de una cómoda posición con los zares. No en vano, Mikhail era el ayudante de Nicolás II. Y Tatiana era una de las damas de confianza de Alejandra. Ambos se movían en el círculo de confianza de los Romanoff y ahora lo hacen con bandejas, platos, reverencias y servidumbres. Claro, existe un pequeño problema. Sus exquisitas maneras. Saben lo que hay que hacer, en qué momento, de qué manera y sin ser notados más que por su rusa eficiencia. Incluso cuando saben que, en determinado momento, allí, en París, van a ser los encargados de servir al Comisario Dimitri Gorochenko, uno de esos hombres que no se olvidan con facilidad. La responsabilidad será inaudita. Y más aún si está ese petimetre del hijo de los dueños de la casa que está infantilmente enamorado de Tatiana, como si una Gran Duquesa pudiera fijarse en un burgués acomodado de Francia. Podrá juguetear con él, aprovecharse de esa seducción casi invisible de la que hacen gala algunas mujeres, pero nada más. Mikhail es el hombre de su vida, es ese soldado que estuvo junto al zar en los momentos más difíciles y, hay que reconocerlo, cuando se viste con su uniforme de gala, no hay criado que se le parezca.

Mikhail y Tatiana conservan una extraordinaria virtud. Hacen de lo serio, una comedia, y de la comedia, algo serio. Y para ello se sirven de los rostros de Charles Boyer y de Claudette Colbert para enganchar a todos con su peculiar sentido del humor y de la oportunidad. También ayuda el libreto teatral de Jacques Deval, de enorme éxito por todo el mundo, y la dirección medida, casi al borde de la screwball comedy de Anatole Litvak. Por otro lado, ese ladino malvado, de mirada aviesa e intenciones obtusas que es el Comisario Gorochenko encuentra su encarnación perfecta en el rostro de Basil Rathbone. De esta manera, Tovarich se convierte en una comedia deliciosa, encantadora y, desgraciadamente, muy olvidada, con mucho oro de fondo y una buena cantidad de situaciones pintorescas. Merece un rescate inmediato y con uniforme de gala.

La contrarrevolución ya está aquí. Está escondida en París, bajo indumentarias de mayordomo y doncella y, la verdad, no se sabe muy bien a qué esperan. Tal vez, en el fondo, tengan plena conciencia de que ya no hay marcha atrás cuando un país arremete con furia contra todo lo que ha sido para favorecer una bienintencionada justicia social corrompida por la represión. El Príncipe Mikhail Alexandrovich Ouratieff quizá prefiera seguir siendo pobre para experimentar cómo vivían los que estaban por debajo de él. Y es una lástima, porque la pobre Gran Duquesa Tatiana Petrovna Romanoff no podrá lucir sus mejores atavíos en grandes y lujosas fiestas en nombre de la Rusia Imperial. Pero ambos saben desde el principio que son millonarios en algo que es aún más grande que cualquier otra lucha y eso es el amor. Ése mismo que ha sobrevivido a la inquisición política del Comisario Dimitri Gorochenko, esbirro del odio y del rencor que siempre sigue a cualquier revolución, sea del signo que sea.

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