viernes, 4 de septiembre de 2020

OLIVIA DE HAVILLAND: ALGO MÁS QUE LA CHICA DEL HÉROE




Fue una gran actriz, con un físico ciertamente difícil, más propio de una belleza del siglo XIX que el de una dama distinguida del XX. Olivia de Havilland comenzó siendo la chica del héroe (normalmente, Errol Flynn) y, poco a poco, fue alternando papeles dramáticos que le otorgaban un cierto prestigio hasta que se despegó de cualquier prototipo consiguiendo trabajos de una enorme calidad como intérprete y como mujer.
El padrino de su unión con Errol Flynn fue ese director avispado y malhumorado de origen húngaro que chapurreaba el inglés de nombre Michael Curtiz y que consiguió una de las mejores películas de aventuras que se han hecho nunca, de una acción trepidante, de memorables duelos a espada, saltos increíbles y sueños de corsarios titulada El capitán Blood, referencia indispensable en el género con tal éxito en la época que se repitió la fórmula de actor, actriz y director en varias ocasiones y con distintas variantes. Así, pues, nacieron La carga de la Brigada Ligera, obra de derrota y heroísmo; la mítica Robin de los Bosques, que nos regaló el color de su piel, apasionante Lady Marian ella y varonil Robin Hood, él; Dodge, ciudad sin ley, discreto westerncon Ann Sheridan como tercera en discordia; Las vidas privadas de Elizabeth y Essex, con Bette Davis dominando la función; y Camino de Santa Fe, clásico que sigue en el recuerdo de muchos y en la estima de algunos. Además, también, la última que hicieron juntos y que dirigió ese maestro de la acción que era Raoul Walsh y que fue la mentira biográfica más apasionante de la Historia del cine con el título de Murieron con las botas puestas.
Entre una y otra, Olivia de Havilland, sin dejar de lado un registro bondadoso, a veces demasiado edulcorado, comenzó a intervenir en películas de interpretación más compleja como, por supuesto, Lo que el viento se llevó en la que, aunque aspiró al papel principal, se quedó con el de Melania Hamilton, papel por el que, injustamente, todo el mundo la recuerda. Contrapunto sereno a la fogosidad caprichosa y voluble de Scarlett O´Hara, que otorga al film momentos de razonable carácter dentro de una superproducción que, por sí misma, ya es historia viviente del cine, digan lo que digan supuestos apóstoles de lo políticamente correcto.
Sin embargo, donde empieza a dar una auténtica medida de sus posibilidades dramáticas es en esa maravilla de Mitchell Leisen titulada Si no amaneciera, donde no se puede dejar de empatizar con ella mientras se admira el trabajo de sus compañeros Charles Boyer y Paulette Goddard y se admira y se absorbe el extraordinario guión de Billy Wilder y Charles Brackett combinada con la atmosférica puesta en escena de Leisen. Quizá nunca ha habido una película mejor y más seria sobre el problema de la inmigración, sobre la burocracia estúpida que impide ir de un sitio a otro y pone coto a la libertad del hombre, todo ello bajo una mirada inteligente y sensible.
Fantástica también resulta como adversaria de Bette Davis en el estupendo melodrama de John Huston Como ella sola y, después de unas cuantas películas olvidables, Mitchell Leisen la vuelve a dirigir en Vida íntima de Julia Norris, donde se produce el verdadero salto al prestigio de la auténtica gran actriz que realmente era. Gana con todo merecimiento el Oscar a la mejor interpretación femenina del año contra todo pronóstico con el papel de una mujer a la que todo el mundo rechaza por haber sido madre soltera y comienza a ser uno de los nombres más cotizados de los años cuarenta. Continúa en racha con esa maravilla de amplísimo registro dramático como es A través del espejo, de Robert Siodmak, que juega cruelmente a dinamitar su explotado lado bondadoso para ofrecernos, al otro lado del cristal, a una Olivia de Havilland ambiguamente cruel con ligeros tintes psicópatas. Más tarde, Nido de víboras, de Anatole Litvak, una excelente muestra de la intensidad que podía llegar a alcanzar con un papel de índole psicológica en la piel de una interna de un hospital psiquiátrico. Y, sobre todo, con el que es, posiblemente, el mejor trabajo de su carrera en La heredera, de William Wyler tocando la ingenuidad, el deseo, el olvido, la crueldad, la venganza, la melancolía, la desilusión, la ilusión, la ferocidad del rencor…Una grandísima interpretación, de las mejores de su tiempo, que la hace ganar su segundo Oscar y que, curiosamente, marca el inicio de una cierta pérdida de rumbo en su carrera hasta su definitivo retiro ya en 1978 a la edad de 62 años.
Del resto de su filmografía aún nos quedaría esa pequeña joya realizada justo después de la película de Wyler que es Mi prima Rachel, de Henry Koster, que la empareja muy acertadamente con Richard Burton consiguiendo, siempre en el difícil terreno de la ambigüedad, unas excelentes interpretaciones. También cabría destacar el debut de Stanley Kramer como director en No serás un extraño, un folletín sobre la ambición en la profesión médica que hace que todas las miradas se centren en Gloria Grahame y se pase por alto su papel de abnegada enfermera y esposa no amada de un doctor equivocado en sus planteamiento en la piel de un Robert Mitchum no demasiado ajustado.
A partir de ahí, los fracasos se encadenan uno tras otro con alguna excepción como Canción de cuna para un cadáver de Robert Aldrich, en el que ella se hizo cargo del papel que Joan Crawford había rechazado de forma sinuosa al fingir una enfermedad para no volver a coincidir con Bette Davis después de la batalla campal de ¿Qué fue de Baby Jane?, o la incursión en el cine de terror que se convirtió en el asilo de actrices maduras de los sesenta en la estimable Una dama atrapada (Lady in a cage), de Walter Grauman, al lado de un juvenil James Caan.
La última parte de su carrera, ya en los años setenta, se limitó a intervenir en papeles sin demasiadas complicaciones, con apariciones estelares en producciones del cine de catástrofes que, artísticamente, no añadieron nada, pero que aportaban su legendario nombre como reclamo seguro para la taquilla.
Sorprendió a todo el mundo con una aparición espectacular en la ceremonia de entrega de los Oscars en marzo de 2003, espléndida y elegante con 87 años, como la gran dama que siempre ha sido, haciendo, además, labores de presentadora. El día ya no ha amanecido para Olivia de Havilland y, en este momento, el cine se está mirando al espejo para comprobar que se nos ha ido una mujer inteligente que supo mostrarnos, como nadie los lados amables y turbios de la condición femenina.

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