Fue una gran actriz,
con un físico ciertamente difícil, más propio de una belleza del siglo XIX que
el de una dama distinguida del XX. Olivia de Havilland comenzó siendo la chica
del héroe (normalmente, Errol Flynn) y, poco a poco, fue alternando papeles
dramáticos que le otorgaban un cierto prestigio hasta que se despegó de
cualquier prototipo consiguiendo trabajos de una enorme calidad como intérprete
y como mujer.
El padrino de su unión
con Errol Flynn fue ese director avispado y malhumorado de origen húngaro que
chapurreaba el inglés de nombre Michael Curtiz y que consiguió una de las
mejores películas de aventuras que se han hecho nunca, de una acción
trepidante, de memorables duelos a espada, saltos increíbles y sueños de
corsarios titulada El capitán Blood,
referencia indispensable en el género con tal éxito en la época que se repitió
la fórmula de actor, actriz y director en varias ocasiones y con distintas
variantes. Así, pues, nacieron La carga
de la Brigada Ligera, obra de derrota y heroísmo; la mítica Robin de los Bosques, que nos regaló el
color de su piel, apasionante Lady Marian ella y varonil Robin Hood, él; Dodge, ciudad sin ley, discreto westerncon Ann Sheridan como tercera en
discordia; Las vidas privadas de
Elizabeth y Essex, con Bette Davis dominando la función; y Camino de Santa Fe, clásico que sigue en
el recuerdo de muchos y en la estima de algunos. Además, también, la última que
hicieron juntos y que dirigió ese maestro de la acción que era Raoul Walsh y
que fue la mentira biográfica más apasionante de la Historia del cine con el
título de Murieron con las botas puestas.
Entre una y otra,
Olivia de Havilland, sin dejar de lado un registro bondadoso, a veces demasiado
edulcorado, comenzó a intervenir en películas de interpretación más compleja
como, por supuesto, Lo que el viento se
llevó en la que, aunque aspiró al papel principal, se quedó con el de
Melania Hamilton, papel por el que, injustamente, todo el mundo la recuerda.
Contrapunto sereno a la fogosidad caprichosa y voluble de Scarlett O´Hara, que
otorga al film momentos de razonable carácter dentro de una superproducción
que, por sí misma, ya es historia viviente del cine, digan lo que digan
supuestos apóstoles de lo políticamente correcto.
Sin embargo, donde
empieza a dar una auténtica medida de sus posibilidades dramáticas es en esa
maravilla de Mitchell Leisen titulada Si
no amaneciera, donde no se puede dejar de empatizar con ella mientras se
admira el trabajo de sus compañeros Charles Boyer y Paulette Goddard y se
admira y se absorbe el extraordinario guión de Billy Wilder y Charles Brackett
combinada con la atmosférica puesta en escena de Leisen. Quizá nunca ha habido
una película mejor y más seria sobre el problema de la inmigración, sobre la
burocracia estúpida que impide ir de un sitio a otro y pone coto a la libertad
del hombre, todo ello bajo una mirada inteligente y sensible.
Fantástica también
resulta como adversaria de Bette Davis en el estupendo melodrama de John Huston
Como ella sola y, después de unas
cuantas películas olvidables, Mitchell Leisen la vuelve a dirigir en Vida íntima de Julia Norris, donde se
produce el verdadero salto al prestigio de la auténtica gran actriz que
realmente era. Gana con todo merecimiento el Oscar a la mejor interpretación
femenina del año contra todo pronóstico con el papel de una mujer a la que todo
el mundo rechaza por haber sido madre soltera y comienza a ser uno de los
nombres más cotizados de los años cuarenta. Continúa en racha con esa maravilla
de amplísimo registro dramático como es A
través del espejo, de Robert Siodmak, que juega cruelmente a dinamitar su
explotado lado bondadoso para ofrecernos, al otro lado del cristal, a una
Olivia de Havilland ambiguamente cruel con ligeros tintes psicópatas. Más
tarde, Nido de víboras, de Anatole
Litvak, una excelente muestra de la intensidad que podía llegar a alcanzar con
un papel de índole psicológica en la piel de una interna de un hospital
psiquiátrico. Y, sobre todo, con el que es, posiblemente, el mejor trabajo de
su carrera en La heredera, de William
Wyler tocando la ingenuidad, el deseo, el olvido, la crueldad, la venganza, la
melancolía, la desilusión, la ilusión, la ferocidad del rencor…Una grandísima
interpretación, de las mejores de su tiempo, que la hace ganar su segundo Oscar
y que, curiosamente, marca el inicio de una cierta pérdida de rumbo en su
carrera hasta su definitivo retiro ya en 1978 a la edad de 62 años.
Del resto de su
filmografía aún nos quedaría esa pequeña joya realizada justo después de la
película de Wyler que es Mi prima Rachel,
de Henry Koster, que la empareja muy acertadamente con Richard Burton
consiguiendo, siempre en el difícil terreno de la ambigüedad, unas excelentes
interpretaciones. También cabría destacar el debut de Stanley Kramer como
director en No serás un extraño, un
folletín sobre la ambición en la profesión médica que hace que todas las
miradas se centren en Gloria Grahame y se pase por alto su papel de abnegada
enfermera y esposa no amada de un doctor equivocado en sus planteamiento en la
piel de un Robert Mitchum no demasiado ajustado.
A partir de ahí, los
fracasos se encadenan uno tras otro con alguna excepción como Canción de cuna para un cadáver de
Robert Aldrich, en el que ella se hizo cargo del papel que Joan Crawford había
rechazado de forma sinuosa al fingir una enfermedad para no volver a coincidir
con Bette Davis después de la batalla campal de ¿Qué fue de Baby Jane?, o la incursión en el cine de terror que se
convirtió en el asilo de actrices maduras de los sesenta en la estimable Una dama atrapada (Lady in a cage), de Walter Grauman, al lado de un juvenil James
Caan.
La última parte de su
carrera, ya en los años setenta, se limitó a intervenir en papeles sin
demasiadas complicaciones, con apariciones estelares en producciones del cine
de catástrofes que, artísticamente, no añadieron nada, pero que aportaban su
legendario nombre como reclamo seguro para la taquilla.
Sorprendió a todo el
mundo con una aparición espectacular en la ceremonia de entrega de los Oscars
en marzo de 2003, espléndida y elegante con 87 años, como la gran dama que
siempre ha sido, haciendo, además, labores de presentadora. El día ya no ha
amanecido para Olivia de Havilland y, en este momento, el cine se está mirando al
espejo para comprobar que se nos ha ido una mujer inteligente que supo
mostrarnos, como nadie los lados amables y turbios de la condición femenina.
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