La
profesión de maestro es una de las más maravillosas que se pueden tener. Y
también la más ingrata de todas. A menudo, se piensa que el profesor debe ser
una especie de gurú que posee todas las respuestas, atesora todas las
soluciones y debe hacer siempre lo correcto porque, sencillamente, es su
obligación. Y, por lo general, en la mayoría de las ocasiones, no se sabe muy
bien qué decir. Cada alumno es un mundo, y una clase es todo un universo. El
miedo es uno de los grandes compañeros del docente. Y casi nunca se obtiene un
reconocimiento en consonancia cuando se acierta.
Más que nada, porque su
labor no se circunscribe a transmitir sólo una serie de conocimientos
contenidos en un programa que, con toda probabilidad, ha elaborado algún
pedagogo del Ministerio de Educación. Los códigos de conducta también están en
ese programa tácito que nadie ha escrito. Y no es fácil transmitirlos porque el
maestro, casi siempre en absoluta soledad, no tiene la certeza absoluta de que
se está haciendo bien. Es un ser humano que trata de aplicar la lógica y el
sentido común. Y los niños son, prácticamente, fenómenos aleatorios a los que
hay que intentar comprender con herramientas que ya están olvidadas por una
estúpida sobrecarga de trabajo, por una despreciable falta de reconocimiento y
por el mero hecho de que muchos padres son incapaces de aguantar a sus hijos en
casa y ellos tienen que hacerse cargo de quince, veinte o veinticinco cada hora
todos los días.
Así pues, tenemos a un
maestro interino, al que la vida ha zarandeado y condenado de tal forma que,
tal vez, ya le importan muy pocas cosas. El pánico se ha adueñado de él y el
compromiso es un monstruo del que huye despavorido. Para él sólo existe el aquí
y el ahora y eso es difícil de compaginar con un puñado de almas jóvenes que
van en busca de un futuro. A veces, se tiene la palabra justa. En cambio,
otras, el silencio se abre paso y la sensación de impotencia crece como una
bestia que devora muchos días de trabajo. Y también, por qué no decirlo, los
niños saben dar un par de lecciones a ese mundo de adultos al que pertenecen
estos hombres y mujeres que tratan de encontrar un puente que instale la magia
en algunas de sus clases. Ellos son esa gota de agua que no deja de resonar en
los oídos de quien enseña hasta convertirse, incluso, en una obsesión.
Esta es una película
honesta, en la que no trata al profesor de héroe sino como una persona que se
halla presa de sus propios complejos, que, sin alardes ni presunciones, consigue
un pequeño éxito en su complicada clase para, luego, encontrar respuestas que
llevaba mucho tiempo buscando. Puede que, en algún momento, no se conecte
demasiado con él y que alguna charla sea demasiado elevada para unos niños de
sexto de Primaria, pero es fácil de ver, sin lágrimas ni sonrisas. Una historia
de tantas que, en el fondo, experimentan estos guerreros de tiza y pizarra que,
cada día, se desaniman más y que, sin embargo, no dejan de intentarlo, a pesar
de todo.
El tiempo pasa y una interinidad en la enseñanza es apenas un suspiro. Las cosas, con toda probabilidad, volverán a ser como antes cuando ese profesor ya sólo sea aquel del curso pasado. Más que nada porque sólo hay presente, realidad e imaginación y, de eso, los niños tienen más que de sobra. Bastante habrá hecho un maestro, cualquier maestro, si deja, simplemente, un recuerdo agradable en esos chicos y chicas que lloraron, se quejaron, se rebelaron, aprendieron, suspendieron y cambiaron durante nueve meses. Sólo por eso, todos ellos merecerían nuestro respeto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario