Fórmulas
muy conocidas como las del viejo caserón habitado por fantasmas, piscinas que
parecen sembradas de varices por las ramas caídas, grietas llenas de insectos
que anuncian la venida de la locura o los fenómenos extraños captados con la
inquietud del momento se convierten en los mejores signos de una película que
resulta bien llevada, contada con sencillez, con un estupendo sentido del ritmo
y más de un par de sustos que llegan a cortar la respiración porque se transmuta
en un intento de alarido.
Las miradas resultan
sombrías y los misterios se desdibujan con continuas visitas al terror más
clásico como El resplandor, de
Stanley Kubrick, o Al final de la
escalera, de Peter Medak, o Psicosis,
de Alfred Hitchcock, o El exorcista,
de William Friedkin, o Poltergeist,
de Tobe Hooper, o, incluso, La profecía,
de Richard Donner. La imaginación recorre las venas de celuloide de esta
historia que Ángel Gómez Hernández ha llevado a cabo utilizando tópicos y
lugares comunes que convierte en sorpresas, tensión y, sobre todo, algo muy
escaso en el cine de terror de los últimos tiempos como es la coherencia. Y
eso, en tiempos de distopía, es muy de agradecer.
No cabe duda de que hay
algo de dilación en alguna escena, una fotografía discutible y alguna que otra
disonancia musical que llega a aturdir, pero la trama resulta absorbente, mil
veces vista y reformulada con gran acierto una vez más. Rodolfo Sancho consigue
transmitir esa mirada oscura que está siendo su mejor sello y las ideas son
frescas, precisas y sin dar de lado la turbidez de su desarrollo en ningún
momento. Este título es toda una sorpresa en los tiempos que corren.
Y es que las brujas
también ponen en juego su zumbido particular para anunciar, a quien se atreve a
acercarse, que algo va a pasar. Quizá un árbol traicionero, o una polea
inocente, o unos grabados amarillentos o unos extraños ruidos a través de
intercomunicadores que retrotraen también a Señales,
de Shyamalan. No es fácil entrar en esta casa y no mirar continuamente hacia la
oscuridad para ver si se detecta algún movimiento inusual, o alguna sombra
furtiva. El dolor y la tortura permanecieron en el espíritu de unos cimientos
devorados por el tiempo y vuelven de nuevo para quedarse. La experiencia es un
grado y las lágrimas caen como puñales al suelo, tratando de encontrar una
explicación que no es de este mundo y, sin embargo, tampoco es de ningún otro.
El silencio también se instala en el más allá y las voces se juntan para una
disfonía del horror, tejiendo las trampas ineludibles de un destino que no es
más que una tragedia sobrenatural. Hay que cerrar bien los oídos y no dejar que
las moscas vuelen tras la oreja. Es posible que el infierno sea un lugar que
está más cerca de lo que se cree y aún tenga en sus entrañas el odio originado
por la incomprensión y la incultura de una época que se hundió, por sí misma,
en las tinieblas de la memoria. Es el momento de romper los hechizos y ser
conscientes de la realidad. Por mucho que los monstruos escondan sus pies debajo
de la cama. Por más que recibamos una llamada de socorro de quien más hemos
querido. Por menos que obviar una amenaza para el abandono. Es la hora de
reducir a cenizas lo que ha quedado de la memoria y tratar de mirar hacia
adelante en una nueva aventura que deje bien claro que ésta ha sido auténtica y
que ha merecido la pena.
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