A
veces, el amor, a pesar de que está ahí, se queda quieto, esperando una
oportunidad que nunca llega. Es una especie de cazador solitario que se agazapa
detrás de un árbol o de unos matojos, aguardando una presa que no aparece.
Puede que haya sido lo más importante para dos personas, pero nunca llegó. El
tren siempre partía dejando a los dos pasajeros sin premio. Tal vez porque la
vida tiene muchos reinicios, pero el amor no. Está ahí siempre. Sin moverse.
Propicia que todo el bosque se llene de flores, pero nunca da el sol. Trata de
elevar las sonrisas a la categoría de besos, pero se quedan en meros reflejos
de un agua que sigue su curso.
Eso es lo que ocurre
con dos niños a los que se les escapa su ternura con paciencia, con un puñado
de juegos en común, con un buen manojo de inquietudes en sus sueños. Deben
separarse, pero, de alguna manera, nunca se olvidan. Están ahí porque se
sonrieron con los corazones. Es como si su alma supiera que el otro es su par,
pero su razón les lleva por caminos muy diferentes. Años después, la tecnología
hace posible un reencuentro virtual, pero eso no tiene futuro. El intento se
estrecha y se ahoga. Las obligaciones llaman. La vida aprieta.
Por fin, cuando ambos
tienen sus rumbos bien trazados, un viaje desencadena un último encuentro. Más
que una visita, es una despedida. Nunca se besaron. Nunca hubo nada más que
presentimiento común, nunca estuvo el amor que sentían. Lágrimas de silencio
correrán por sus venas, intentando hacerse una idea del tiempo que han perdido.
Sin embargo, la vida pasó y ya no se puede volver atrás. Es lo escrito de forma
indeleble. Aunque su amor también sea imposible de borrar, imposible de vivir,
imposible de hacer.
De todo ello, ambos
extraerán un mensaje de que, en realidad, son lo que fueron. Las vidas que se
presentan a lo largo de una existencia conforman todo lo que es una persona y
hay varias para ser vividas. Incluso hay alguna que mereció serlo, pero que no
tuvo su oportunidad. En todo caso, el ser humano en el que los dos se han
convertido llevará encima la mochila de unos sentimientos que compartieron
aunque no exteriorizaron. Y así, el amor se irá en un taxi, para no volver,
porque, de algún modo, ya cumplió su misión. Los dos fueron conscientes de la
enorme fortuna de amar y de haber sido amados y eso es algo que no todo el
mundo es capaz de sentir. Por mucho que en el camino se queden varios besos
deseados, varias caricias anheladas, varias miradas cómplices, varios momentos
de silencio elocuente…
Estamos ante una historia de amor que nunca fue, pero que sí estuvo. Y aunque, quizá, no todos hayamos podido vivir algo así, la película toca sensaciones que sí se nos aparecen como perfectamente reconocibles. Y somos él. Y somos ella. Y somos dos, aunque sólo seamos uno. Y somos dos, aunque sólo deseáramos ser uno. Habrá un tercer actor en la historia al que le tocará el papel más ingrato, pero que demuestra que en el amor también hay dosis muy generosas de bondad. Del cine se sale con muchos sentimientos encontrados, queriendo decir grandes cosas de forma discreta, como esa vez en la que sentimos que nos seguía la sombra de su sonrisa, o que se nos aparecían todos los caminos y todos los cariños, a pesar de que no íbamos a transitar por ninguno. La luz de la ciudad ahoga esas lágrimas que, a buen seguro, derramamos alguna vez en silencio y que valen más que cualquiera de estas palabras escritas.
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