Todo
parece estar en un bucólico orden. La madre prepara una sorpresa en el jardín
para celebrar el cumpleaños del padre. Él es un oficial nazi que aquella
mañana, como siempre, tiene que acudir al trabajo. Hay besos y carantoñas. Hay
cariños y regalos. El padre se cala su gorra y sale por la puerta del jardín,
se dirige a su oficina. En realidad, su actitud es igual a la del patrón de una
fábrica. Sólo que en esta ocasión, el producto fabricado es la muerte.
Así, de una forma
incómoda y cortante, nos vamos dando cuenta de que la estancia de esa familia
justo en el borde exterior del campo de exterminio de Auschwitz, se acerca
mucho a lo idílico. Tienen un río cerca en el que se pueden bañar, aunque, de
vez en cuando, puede que tengan que compartir el agua con unas molestas
cenizas. Poseen una piscina con tobogán, un huerto con calabazas, un cenador,
una pequeña terraza y sirvientes gratis. No cabe duda de que el Teniente
Coronel Höss y su esposa, la encantadora Hedwig, han conseguido llevar la vida
que siempre han deseado. Su existencia transcurre apacible, con juegos por
doquier, con los niños siempre dispuestos, con días de verano encantadores en
la campiña polaca…sólo que su vecino se llama horror y su familia es la
atrocidad.
Ello no es óbice para
que no se disfruten las cosas. Al fin y al cabo, como bien observó Hannah
Arendt en el proceso contra Adolf Eichmann, la banalidad del mal no realiza
ningún examen de conciencia. El trabajo ha de hacerse y, simplemente, se hace.
Sin más consideraciones. El continuo rugir de los hornos, los gritos, los
disparos, las llamaradas de unas chimeneas, eso son cosas a las que cualquier
hijo de vecino se puede acostumbrar. Es como el tráfico en la gran ciudad, más
o menos. Sin más. Aquí de lo que se trata es de conseguir la máxima
calificación de la afamada eficiencia alemana. Y que no trasladen al padre
porque aquello, como bien dice su suegra, es el paraíso.
No es muy corriente
destacar el sonido como el principal protagonista de una película, pero en esta
ocasión, es así. El ruido de fondo que envuelve toda la acción es un
recordatorio continuo de esa crueldad que está siendo obviada de una manera
insultante porque es como si no existiese en el devenir de esa familia perfecta,
usufructuaria de una casa amplia e inmaculada, poseedora de una normalidad que
llega a ser espantosa. Su trabajo y su actitud llegan a ser tan rutinarios y
vulgares como el de las señoras de la limpieza de un museo del holocausto. El
horror sigue llamando a nuestras puertas para pedir, como buen vecino, una
pastilla de jabón…
Jonathan Glazer, después de aquella marcianada que dirigió en Under the skin articula esta película como un aldabonazo a las conciencias con tendencia al olvido…o, mejor, al sobreseimiento de la realidad. Más vale pasar por encima de las incomodidades a las que nos obliga la vida y centrarse en lo que se ha concedido por razón de galones. No tiene ninguna importancia ser el jefe de unos altos hornos de carne humana, más tarde no faltará el cigarrillo degustado con calma en la noche polaca, o la alegría de ver a los niños chapoteando en una piscina con un muro gris tras el que se esconde lo innombrable. El resultado es una película difícil, ciertamente rígida, devastadora en algunas de las reacciones, agresiva en sus exposiciones, transgresora en cuanto hace posible algo al confrontarlo con su opuesto, depositando la esperanza en el negativo, con el gris en la imagen y el negro en la moral. No obstante, no se preocupen, cuando salgan del cine bastará con una reflexión de unos tres o cuatro minutos y luego saltarán por encima de sus aristas.
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