Uno
de los errores docentes más clamorosos es que el maestro, llevado por el
convencimiento acumulado a través de los años, llegue a la conclusión de que
sus alumnos no tienen el más mínimo interés por aprender absolutamente nada.
Eso, en muchas ocasiones, es cierto, pero no siempre es así. El profesor, desde el principio, debe tratar de hacer que su asignatura sea atractiva transmitiendo, al
menos, pasión por lo que se enseña. Muchos han sido los que han caído en el
adocenamiento, en la seguridad de que, se haga lo que se haga, no se va a
conseguir la apertura de las puertas mentales de sus pupilos, así que, lo
mejor, es no hacer nada y anclarse en el desprecio.
Quizá, en un internado
de élite, a principios de los setenta, haya unas vacaciones de Navidad que
propicie que algunos alumnos se queden en compañía de un profesor pestilente,
odiado y lejano porque, desde su asignatura de Historia Antigua, está
convencido de que a ninguno de ellos les interesa las guerras púnicas, la toma
de Cartago o las teorías de Demócrito. Quizá, para afinar aún más la situación,
algunos consigan irse en el último momento y se forme un triángulo imposible
entre el profesor, un alumno y la cocinera del colegio. El primero ha sido un
ser sin rumbo que se quedó varado en la playa de su propia institución de
enseñanza. El segundo es un prometedor estudiante que tiene grandes capacidades
de reacción con su consabida porción de irresponsabilidad juvenil. La tercera
es alguien que ha sufrido una pérdida irreparable y que trata de seguir
adelante, aceptando lo que la vida ofrece a pesar de que su rabia arde en el
interior. Los tres cambiarán sus vidas, convirtiendo sus deudas en pagarés sin
fecha y uno de ellos asumirá un sacrificio que le condenará, seguramente, al
anonimato, a la soledad más arrasadora, a ser alguien perdido en un universo
que ni siquiera reparará en él.
Paul Giamatti realiza
una interpretación portentosa en la piel de ese profesor de ojo perdido en más
de un sentido, siendo dramático, cómico, compasivo, realista, pesimista,
optimista, soñador de manos vacías, pensador de razones perdidas, decepcionado,
con el billete de vuelta comprado desde el principio, sin más horizonte que la
siguiente lección, patético en muchas ocasiones, con demasiados defectos y casi
ninguna virtud. Él es el centro y periferia de la película, llevando encima una
parte importantísima de una historia que oscila entre la comedia ligera e
inteligente y el drama leve y listo. A ello ayuda la comedida dirección de Alexander
Payne, que vuelve con sus historias de seres humanos en situaciones, en
principio, rutinarias que se tornan en extraordinarias porque, al fin y al
cabo, sólo se vive una vez aunque no todos lo sepan comprender. El resultado es
una excelente historia de relaciones, de pasiones y de agresiones que hace que
el espectador conecte en todo momento con los miedos y reacciones de los
personajes, siendo, incluso, parte activa en el desarrollo.
Así que, como buenos maestros, no dejemos que la tiza anquilose el entusiasmo. No cabe la menor duda de que la profesión de docente es la más ingrata del mundo y que, básicamente, consiste en intentarlo todo desde el cero cada día. Nada se consigue por conectar un día, porque al día siguiente se volverá a tener a un grupo de enemigos dispuesto a torpedear cualquier atisbo de conocimiento transmitido. El reto es decir las palabras justas, sin caer en la payasada y en los vanos intentos de empatizar a cualquier precio. La respuesta está ahí mismo. En el conocimiento y en las ganas. Tal vez, los romanos sabían aguantar tres años asediando una ciudad sin perder la moral con tal de llegar a la victoria. Los maestros deberían ser los centuriones de la constancia.
2 comentarios:
cosascomo esas la haemos vivido todos, o desde la cátedra o desde el pupitre, así que hay que verla
Es buena. No creo que te arrepientas de verla.
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