jueves, 18 de enero de 2024

VALLE DE SOMBRAS (2023), de Salvador Calvo

La moral y la voluntad son dos capas de hielo muy delgado que se quiebran con facilidad cuando se obtiene el punto de vista de otra perspectiva. La irresponsabilidad, a veces, se paga muy caro y más aún si el entorno de belleza se torna de una hermosura tan salvaje como inhóspita. La tragedia, en las cumbres, se vuelve aún más solitaria, más desoladora, más completa y el deseo de justicia se puede atenuar cuando se asiste a otras desgracias que también llegan al centro del corazón. La nieve es el pasaporte para intentar el regreso y la confusión se acelera al volver al movimiento frenético de lo más parecido a la civilización.

En algún lugar de los Himalayas se comete un asesinato. Y eso, que se asemeja a lo fundamental, acaba por ser un obstáculo que hay que salvar para continuar en el mundo llano. Las reglas saltan por los aires y el deseo es sólo una huella en el blanco virgen. La ascensión por unas escaleras es, quizá, lo más duro cuando se ha subido hasta el punto más culminante de la amargura. Tal vez porque lo que significa realmente es comunicar que para algunas personas, ir allí, donde el mundo se encrespa con olas de roca, ha sido un viaje sin vuelta, una locura de olvido que ya es permanente, un cariño que se ha quedado, para siempre, en algún barranco sin nombre.

El director Salvador Calvo renuncia a la aventura e, incluso, al posible misterio himalayo para retratar, supuestamente, la historia de una superación a la desgracia. Se olvida de demasiadas cosas para tomar a la película en valor y ahí tenemos a un tipo que se sube una cuesta que haría pensárselo dos veces al senderista más osado cuando se tienen dos muletas para suplir una pierna malherida. Sin lugar para la duda, también incluye la consabida escena de sumergirse en unas aguas en la que el más dotado de grasa no duraría más de dos minutos sin entrar en una hipotermia galopante. Para rematar la faena, el trabajo de Miguel Hernán como protagonista desprecia el poder de una mirada que puede ser una de las más fascinantes del cine español actual para colocar en su lugar la de un individuo que no parece estar cómodo en ninguna parte salvo para saltarse las normas que, además, no le lleva a ningún sitio. A su favor, la espléndida fotografía de Álex Catalán, navegando entre unos paisajes vertiginosos e impactantes y la banda sonora muy bien trabajada de Roque Baños. El resto, teniendo un prometedor material de partida, se queda en una historia sin más aquél que ese hielo que se rompe al renunciar a la caza, al interés, porque se considera que lo único es la batalla para superar una pérdida que, sencillamente, se antoja casi en imposible.

Por el sendero, algo de filosofía budista, un conato de atracción, un inglés de traca que hace que todo suene falso, un retrato de infantil irresponsabilidad al irse allí donde da la vuelta el aire para fumarse unos cuantos petardos de marihuana delante de un niño completado con llevarle a una fiesta rave y mucha historia detrás sin describir nada porque, en realidad, no sabemos absolutamente nada del protagonista. Lo mismo podría ser un barrendero barcelonés que un oficinista de las Ramblas. Son las consecuencias directas de la fascinación por un paisaje impresionante y pensar que lo que se cuenta es importante, pero no tanto.

Así que mejor abrir bien los ojos, porque aparte de los riscos y las cimas por encima del resto de la Humanidad, también es posible que allí donde apenas queda oxígeno haya traficantes a los que les molesta que husmeen en sus plantaciones y malvados dispuestos a acabar con todo lo que esté vivo a su alrededor. Mucho cuidado. Incluso en lo más escarpado, existe la muerte. Basta un empujón.

 

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