jueves, 13 de febrero de 2025

MARÍA CALLAS (2024), de Pablo Larrain

 

La magia de la voz de María Callas residía, fundamentalmente, en su fortaleza inquebrantable. Llena de cuerpo y de densidad, se volvía delicada en las notas más difíciles. Era como si el amor, en sí mismo, hubiera decidido dedicarse a la ópera. Su vida, marcada por la tragedia, fue el mayor enemigo de esa voz que, un día, se apagó literalmente. Fue una voz difunta que, a pesar de varios intentos, no se pudo resucitar y marcó un retiro prematuro para una de las habilidades vocales más impresionantes de todos los tiempos.

El director Pablo Larrain, después de sus retratos femeninos en Jackie y en Spenser, se lanza de nuevo con esta visita al interior de la mítica soprano. En realidad, no hay realidad. Todo es una especie de mezcla de recuerdo y ensoñación, de deseo y frustración que se sucede dentro de la mente de la cantante en sus últimos siete días de vida. Nada es cierto y Larrain trata que todos estos vistazos al alma de la Callas conformen un mosaico de lo que ella pensaba, sentía, amaba y moría. Puede que sea cierto, puede que no, pero no llega a calar muy hondo salvo por el excepcional esfuerzo interpretativo de Angelina Jolie que, sorprendentemente, da el tipo, se transforma en María Callas y consigue, de algún modo, apagar esa mirada luminosa para integrarse en esta película lánguida con deseos de sublimación.

Y es que son demasiados los escalones que obstaculizan el alma de una artista que no dejó de ser arrogante, que siempre quiso y necesito al público, que deseaba el halago como si fuera el almuerzo de cada día. Sus caprichos de diva llegaron a oscurecer sus grandezas de arte y, durante mucho tiempo, fue uno de los materiales preferidos de todas las publicaciones de papel maché en toda Europa. Ahí está su terrible supervivencia en la guerra ante los alemanes, su enamoramiento de ese hombre feo y simpático, rico hasta las trancas, como Aristóteles Onassis, su pérdida de la voz debido a su hígado moribundo, su guerra contra todos aquellos que querían derribar el mito y ofrecer la imagen de una mujer vulnerable, castigada y alcanzable…Todo ello se junta en estas ensoñaciones de Pablo Larrain, salpicadas por la aparición de un supuesto director de un documental sobre ella que, descriptivamente, se llama Mandrax, una de las pastillas que formaban parte de su repertorio de medicinas adictivas. Todo se conjuga para una despedida y, al mismo tiempo, ella quiere permanecer. Y la única razón a la que se puede agarrar es a esa sensación de abandono que experimentó a lo largo de toda su vida. Su madre no la quiso. Onassis la abandonó por Jackie Kennedy. El público llegó a rechazar con cierta violencia sus continuas ausencias. La voz quiso fugarse. Abandono para un corazón que quería deslumbrar.

Más allá de eso, la película se resiente de un ritmo lento, en el que casi se huele el polvo inexistente de mansiones forradas de madera de roble en sus paredes y con el repetitivo tic-tac de los relojes de pared. El disfrute de la vida para ella ha pasado a ser un sufrimiento descarado, casi insultante, porque ya no tiene nada al alcance y le son negadas hasta sus propias virtudes. En realidad, Larrain expone todas estas alucinaciones al margen de la narrativa convencional a través de una fotografía notabilísima, mientras los únicos que permanecen al lado de la primera dama de la ópera son sus propios criados, entregados a la causa de intentar una sonrisa, un gesto de amabilidad o un instante de relajación. Larrain articula toda la película con la estructura de un aria para una voz difunta, una melodía trágica que, cuando cae el telón, se ovaciona por el trabajo de la actriz protagonista…pero nada más.

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