viernes, 14 de febrero de 2025

EL AYUDA DE CÁMARA (2015), de Richard Eyre

 

Demasiadas tablas soportando el peso de la actuación. Demasiados focos iluminando el párrafo inmortal. Demasiadas imágenes en el espejo del maquillaje, tratando de deformar el físico hasta hacerlo creíble. El gran actor está llegando a la última actuación y quiere ajustar cuentas con todos los que le rodean. En su mirada hay sabiduría a raudales, pero, también, la pérdida que se refleja en una búsqueda infructuosa en los rincones de la memoria. A su lado, siempre fiel, siempre apoyando, siempre teniéndolo todo listo, estará su sombra, su ayuda de cámara, el confidente, el que ha sido su amigo de toda la vida y, sin embargo, ha contado para muy poco. Aunque sólo para él. Sin esa ayuda imprescindible, el actor no hubiera salido a escena en muchas ocasiones, presa de sus depresiones, de sus ansiedades, de sus miedos y, por supuesto, de sus múltiples vanidades. Ese ayudante le ha recordado líneas del bardo inmortal, le ha hecho centrarse, ha ido a por su pensamiento extraviado y lo ha traído de vuelta. Nadie se ha fijado en él y, posiblemente, sea el elemento más importante de esa compañía de repertorio que, cada noche, interpreta distintos textos de Shakespeare. Arriba el telón. El actor debe estar allí, dispuesto a ofrecer ese algo tan especial que hace que el público se olvide de que, allí fuera, en la oscuridad, hay una guerra.

En esos prolegómenos de El rey Lear, el actor contempla sus dominios que no son más que un camerino bastante cochambroso debido a las restricciones obligadas por las incursiones aéreas de los nazis. De hecho, el inicio debe retrasarse un poco porque las bombas están cayendo y el público puede bajar al refugio si lo desea. Ese retraso, todo hay que decirlo, es bastante conveniente, porque el actor, el gran actor, pierde el hilo con facilidad y aún no puede salir a escena. A la inmortalidad.

En 1983 ya se realizó una espléndida primera versión de la obra teatral de Ronald Harwood The dresser, que fue titulada en España como La sombra del actor y que fue nominada a cinco premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, dos de ellas al mejor actor principal para sus dos protagonistas, Albert Finney y Tom Courtenay. En esta ocasión, otros dos monstruos se hacen cargo del peso dramático de esta obra filmada y son Anthony Hopkins e Ian McKellen. Enormes, monstruosos, increíbles, con momentos de una calidad interpretativa nunca soñados en una película que, como muchas otras, ha pasado totalmente inadvertida. McKellen domina la función, como su personaje de camerino, yendo y viniendo y poniendo todo el entusiasmo que es necesario en el teatro. Hopkins alcanza miradas de magisterio absoluto, dando a conocer al público todo lo que necesita y que su actor interpretado nunca pronuncia. El resultado es una película que merece la pena sólo por ver la réplica y contrarréplica que ellos encarnan, con el añadido, en un papel secundario, de un excelente Edward Fox, que está ahí, poniendo algo de humanidad en un mundo frío cuando, en realidad, debería ser todo pasión. Sólo por ellos, esta película debería verse. Y el público al que le gusta ver interpretaciones impresionantes, no mueren jamás de agotamiento.

No hay comentarios: