El chantaje siempre ha
sido un arma efectiva para que los servicios de inteligencia contasen con la
colaboración de algunos desesperados. En este caso, un polaco que solicita
asilo en Gran Bretaña. Eso no es tan fácil de obtener, amigo. Se da la
circunstancia de que se ha detectado un posible movimiento de instalación de
misiles en la Alemania del Este y eso hay que investigarlo a través de alguien
que sepa moverse por el terreno. Y ese alguien es el polaco. Alguien que,
además, sólo quiere el asilo por amor. Enternecedor. El inconveniente es que el
tipo es un advenedizo, no tiene ni idea de cómo se tiene que comportar así que
hay que asignarle a alguien que sepa transmitirle cómo mentir, cómo aguantar y
cómo recopilar toda la información necesaria. Y el instructor también sabe más
de lo que calla. El pago por el servicio, como no podía ser de otra manera, es
que la madre Inglaterra acogerá al polaco con los brazos abiertos, como un
ciudadano más, con su trabajo, sus seguros sociales, su cotización a la
jubilación y los mejores deseos del Estado. Luego ya, al otro lado del
Checkpoint Charlie, hablamos.
Otra vez ese universo
de espías grises, feos, obligados a la traición de la forma menos enfática
posible bajo la pluma sobresaliente de John Le Carré. En esta ocasión, el
polaco en cuestión es Christopher Jones, aquel chico que, dos años después,
interpretó de forma hierática y errática al joven oficial que conquistó La hija de Ryan. Curiosamente, en esta
película, se descubren algunas de las virtudes dramáticas que se negó a mostrar
en la cinta de David Lean. Puede que la compañía ayudase, porque el burócrata
que le ofrece el trato o el chantaje es ni más ni menos que Ralph Richardson, y
el jugador de ventaja encargado de instruirle es Anthony Hopkins, siempre
acertado.
El resultado es una
película tensa, con momentos realmente buenos propios del cine de la guerra
fría, con interpretaciones sólidas a pesar de la reticencia que se puede
guardar a un actor tan limitado como Jones, con aportaciones femeninas muy
considerables como la de Susan George, antes de saltar a la fama por los Perros de paja, de Sam Peckinpah, y Pia
Degermark, enlace imposible al otro lado del muro. Sí, porque, para complicar
aún más la labor del novato, también hay algo de intriga sentimental.
Así que mucho cuidado con encontrarse con las plegarias atendidas porque este polaco quiere formar parte del Imperio y tendrá que pagar un alto precio por ello. Ya se sabe, estos malditos extranjeros creen que pueden instalarse en las islas y disfrutar del orden y del bienestar sin contrapartida alguna y eso no puede ser. En este mundo de espías, de todas formas, no se puede dar nada por hecho. A la vuelta de esa esquina gris pueden aguardar sorpresas inesperadas propias de individuos con más de una arista dispuesta a clavarse en las entrañas más dolorosas. El espionaje es duro. Y el amor, también.
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