A
veces, unas palabras de tranquilidad dichas en una situación límite pueden
sonar a promesa inquebrantable dependiendo de a quién se dicen. Eso da lugar a
una serie de acontecimientos provocados por los pretéritos de unos adultos que
tienen vidas rotas y que tratan desesperadamente de reconstruir. Al principio,
todo parece que guarda un cierto orden. Un escritor de éxito, una pareja ideal,
una adolescente que trata de salir de un trauma y un hombre que nunca supo cuál
era su sitio. Todos estos elementos se conjugan para que las situaciones se
repitan. Un detalle aquí, otro allá y habrá que asistir a todos y cada uno de
los puntos de vista para encajar todas las piezas.
El miedo es el
principal motor de la violencia. Miedo a que el horror del pasado se vuelva a
producir. Miedo a que se rompa un vínculo emocional que algunos creen que es
sagrado. Miedo a que la verdad sea insoportable. Miedo a que todas las razones
que llevaron a la violencia sean suficientes como para no poder regresar a los
sentimientos…Ése es uno de los más importante enemigos a los que se enfrenta la
sociedad. Es necesario revisar todos los movimientos para conocer los motivos y
el resultado será algo muy parecido a un asesinato tan horrible que apenas se
puede concebir.
Excelente película de
Antonio Hernández, que ya hizo una película sobresaliente como En la ciudad sin límites, y un estupendo
y desconocido título como Matar el tiempo,
que arma un mecanismo de relojería en el que primero presenta las piezas y,
después, trata de juntarlas para que el espectador sea, de algún modo, cómplice
de la narración. Para ello, cuenta con una Blanca Suárez a la que se puede
tocar en su fragilidad emocional y con un comedido Eduardo Noriega que aporta naturalidad,
clase y elegancia a su personaje, pivote principal de todos los sentimientos
que emanan de los protagonistas y, al mismo tiempo, provocador de
acontecimientos con unos silencios que acaban por ser tremendamente acusadores.
Salvo un pequeñísimo fleco narrativo, el resultado es el de una película muy
bien armada, notablemente contada, excelentemente dirigida y demoledoramente
argumentada.
Así que mucho cuidado
con las palabras de tranquilidad para asegurar una mentira. Las consecuencias
pueden ser imprevisibles. Más que nada porque no hay absolutamente nada que
pueda domar los sentimientos más profundos. Ni siquiera los nuevos principios,
ni las buenas intenciones, ni las soluciones traumáticas. Es difícil contener
las lágrimas cuando todo se ha basado en una columna de barro que se va
deshaciendo por la base más débil. Y a pesar de todo, la apariencia de
normalidad, de hablar las cosas con cierta naturalidad, de afrontar hechos que,
sin duda, son definitivos, pesará como una losa porque todos los personajes se
quieren aferrar a ella. Es fácil cuando la vida es cómoda, cuando hay éxito,
cuando se da una imagen que no se posee o cuando el retorcimiento moral lleva a
la agresión. Por el camino, se puede ir perdiendo todo lo que nos hace normales
y la toxicidad se eleva a niveles insospechados. Incluso en paisajes de ensueño
del Pirineo oscense. Incluso en cabañas ideales en medio del bosque. Incluso en
iglesias que esconden sombras de persecución. Y el pasado es siempre el
marionetista encargado de manejar hilos y empujar decisiones. Mucho cuidado.
Mucho.
Y en el fondo de todo este entramado de rabia contenida, de intrincados planes de objetivos muy oscuros, en realidad, se halla el amor. Todos los personajes que intervienen aquí quieren amar y ser amados. Cada uno a su manera. Y, por supuesto, no siempre es la mejor manera para que se realice esa parte de nuestro interior que siempre nos hace sentir bien porque nos sentimos acompañados, apoyados y, hasta cierto punto, hasta liberados. Hay que rebuscar en las razones. Hay que remover en los motivos. Hay que agitar en las reacciones. Hay que sujetar los objetivos. No es nada fácil reconstruir cuando apenas quedan ruinas.
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