“Quizá desde siempre
sólo ha habido una revolución: la de los buenos contra los malos. La pregunta
es ¿quiénes son los buenos?”.
Esta frase que aparece en Los
profesionales, de Richard Brooks puede ser perfectamente aplicable a esta
película en la que el director Paul Thomas Anderson reparte estopa a diestro y
siniestro aunque, por supuesto, no deja de tomar partido por la revolución, aún
dejando claras muchas de sus carencias mientras que a los reaccionarios no los
salva ni un poquito.
Así, pues, tenemos a un
grupo revolucionario, activista que, prácticamente, coquetea descaradamente con
el terrorismo, de convicciones firmes, pero que, por otro lado, destaca por su
chapucería, por la inconstancia de sus acciones y por esa confusión ancestral
de anteponer unos supuestos ideales a los valores verdaderamente importantes.
Especialmente, llama la atención el personaje que interpreta Leonardo di
Caprio, un revolucionario que, en realidad, no revoluciona nada, no soluciona
nada y que sólo sirve para lanzar proclamas que no llegan más allá del pasillo
de sus propias limitaciones. Por otro lado, la ultraderecha es descrita desde
la cómoda posición del estereotipo de gente que es partidaria del orden y que,
precisamente, hace de eso su principal mensaje que es el principal gancho para
ganar adeptos, aunque sus métodos sean tan reprochables como el uso de la
violencia para los que, de alguna manera, quieren cambiar las cosas.
Es noble el intento,
sin embargo, la película adolece de varios defectos. Paul Thomas Anderson se
desata y usa una narración que, para empezar, acompaña de una música que llega
a ser bastante irritante. Por otro lado, con tanta profundidad en la
descripción de los personajes, acaba por causar una sensación de vacío, propia
de quien quiere decir mucho y que, en realidad, no dice prácticamente nada. Es
cierto que di Caprio, especializado últimamente en papeles de inútil, ofrece
momentos interpretativos interesantes y que el personaje de Benicio del Toro es
una isla en cuanto a su militancia que roza el desenfado. Por el otro lado,
Sean Penn no es más que un personaje de grand
guignol, en la que el actor se esfuerza por parecer ridículo al dotar a su
personaje de unos andares decididos, propios de un militar esquinado,
experimentado y bastante tronado, pero acortando sus zancadas de tal manera que
acaba por ser motivo de sonrisa. Este retrato tan típico, tan tópico, y tan
psicotrópico, quita fuerza al motivo central que no es otro que el cambio
generacional en el liderazgo revolucionario, queriendo ser inspirador y
esperanzador.
Resulta llamativo que
Paul Thomas Anderson sea un director tan apreciado (algunos, en un alarde de
falsa originalidad, han querido compararlo con Stanley Kubrick) cuando en sus películas
hay muy poco rastro del genio del Bronx. Estéticamente se halla a años-luz,
narrativamente es mucho más atropellado porque acumula ideas que se amontonan
en un cuello de botella en el que no hay resoluciones para todo. Eso por no
hablar por las delirantes reacciones en muchos de sus personajes. Tal vez, sus
películas menos agresivas sean las mejores que ha hecho, caso de Licorice Pizza o, incluso, Puro vicio, mientras que las
sobrevaloradas hasta límites insospechados como El hilo invisible o The master
sean derrapes considerables vestidos con ropa de alta costura adquirida en el
top-manta.
El caso es que aquí, con esa continua contraposición entre reaccionarios y revolucionarios, Anderson nos destila un mensaje básico, bastante conocido, con sus correspondientes dosis de violencia y de auténtica decepción porque el camino que está tomando la política en medio mundo, con sus consabidas polarizaciones, está siendo temible, rechazable, intragable e irremediablemente cansino. Anderson habla de cosas que ya sabemos poniendo mucho modelo a destruir, algo que, si lo pensamos detenidamente, cala hondo en un público joven que necesita encumbrar mediocridades a marcha revolucionaria. Mientras tanto, no lo olviden, el tiempo no existe, pero siempre somos prisioneros de él. No vaya a ser que algún día necesiten esta frase.
1 comentario:
Le llaman revolución cuando lo hacen las izquierdas e involución/golpe de estado cuando o hacen las derechas. En realidad las dos persiguen lo mismo: quitar al que está para ponerse ellos
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