Miguel Gila nos enseñó
que podíamos reírnos de cualquier cosa, incluso de la guerra. Bien es verdad
que todo es una cuestión de carácter. Mi padre no contaba muchas cosas de su
experiencia en el frente porque, era muy evidente, lo único que quería era
olvidarlo todo, pero también sacaba un par de sonrisas cuando contaba los
avatares de su fuga cuando, siendo soldado de la llamada Quinta del Biberón,
fue condenado a muerte por, supuestamente, pasar información al enemigo cuando
lo único que hacía era escuchar la radio de los nacionales porque ponían música
de Glenn Miller. Gila también iba por ahí. Era capaz de extraer el chiste donde
sólo había muerte y desgracia. Y oye, quieras que no, la muerte es más
llevadera porque, de vez en cuando, también lo hace mal. Con esto no quiero
decir que no haya que guardar respeto por algo que nunca debería pasar de nuevo
(y es por ello que hay que huir de posiciones extremistas, el enfrentamiento, a
los españoles, nunca nos ha ido muy bien). Por supuesto que sí. Fue una
tragedia, un tablero de odio vergonzoso en el que no hubo vencedores, por mucho
que la sinrazón triunfara. De vez en cuando, también hay que coger un palo,
simular que es un teléfono, y vaciar el corazón de una forma sencilla y sincera
y, si de paso, se puede hacer un chiste aunque sea por la forma de contarlo,
pues oiga usted, coño ya, bienvenido sea. Que la vida sin reír es una vida
gastada, desgastada, descastada y descasada.
El caso es que aquí
tenemos una biografía bélica de las experiencias de Gila en el campo de
batalla. Con sus miedos, que también los tenía, sus chistes incluso en los
momentos más inoportunos, sus espantos y sus debilidades. En el fondo, lo que
nos dice la película es que el sentido del humor es muy capaz de hacernos más
fuertes, porque eso sí que nos une. Como le dice el Teniente Villegas,
estupendo Vicente Romero: “Gila, en esta
guerra hacen falta más idiotas como usted y menos gente como yo”. El
trabajo de Oscar Lasarte en la piel del cómico no sólo es bueno, es inteligente.
Huye de imitar la voz del gran cómico, pero sí que se asemeja en sus tonos y en
sus cadencias. Trabaja muy bien la mirada para dejar bien claro que el horror
estaba ahí mismo, al otro lado de la broma. Y que a él, en el fondo, nunca le
iban a alcanzar, por mucho que muriera unas cuantas veces en el transcurso de
la contienda. Mejor para nosotros. No fue un gran combatiente, pero fue un
héroe. Y nos reímos sin parar para ahuyentar todos los miedos.
Para los que desconfían de las películas de la Guerra Civil por el posible sesgo partidista que presentan muchas de estas historias, habría que decir que sí, evidentemente, Gila luchó con los republicanos (igual que mi padre), pero que, en ese sentido del humor tan certero y tan valiente, también había críticas para unos y para otros. Al fin y al cabo, la guerra, lo que hace a conciencia, es quitarte las ganas de todo, por muchos mensajes patrióticos o políticos o libertarios o como quiera que se llamen. No hay nada comparable a unas buenas croquetas de la abuela o a subirse a un escenario, descolgar un teléfono y arrancar unas buenas risas mientras se habla de esto y de aquello con el enemigo.

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