La aburrida vida de
provincias. El casino, el bar, el cine de los domingos, la irritante radio
retrasmitiendo el partido de la jornada, el frío, las habladurías, el billar,
las cervezas…Todo se va convirtiendo en un círculo vicioso con especial énfasis
en lo vicioso. Un grupo de amiguetes tratan de sacarle algo de jugo a la vida
gastando bromas de paleto. Son bromas sin gracia en las que ellos se ríen mucho
pero nadie más. Rozan la crueldad moral con peligrosa alevosía y la risotada
suele ser la última conclusión. Su degeneración llega al límite cuando proponen
que uno de ellos se haga novia de la solterona más recalcitrante de la ciudad.
Ella puede no ser muy agraciada por fuera pero tiene una belleza interior que
no encaja en ese pequeño hervidero de pías rutinas y recatos murmurados. La
sensibilidad de las personas es algo con lo que no se debe jugar. Y Juan lo
hará a pesar de que sabe que está condenándola a algo peor que la muerte. Juan
es apuesto, es educado, es simpático…pero es débil. Se deja manipular por la
vanidad y el orgullo, deja que los amigos hagan de él un monigote sin hombría,
deja que la miseria llegue a su corazón porque es un verdadero cobarde. Ella,
Isabel, es más que él en todos los sentidos. Tanto que, al final, hará gala de
la valentía que le falta a él y estará dispuesta a cargar con la burla, con el
desprecio, con el vano, infantil e hiriente cotilleo durante el resto de su
vida.
Calle Mayor arriba,
Calle Mayor abajo. Todos los vecinos se saludan y la hipocresía se torna algo
normal. No hay ética en un mundo sin alicientes. Solo sirve la próxima
carcajada, la próxima mofa del incauto que tiene la desgracia de ponerse en el
punto de mira de los que más se aburren. Ellos se recogen en el prostíbulo,
bailan alocadamente, beben sin freno, llaman la atención con sus gritos de
borracho y madrugada, no tienen nada en su interior, están vacíos, son tan
fútiles como prescindibles, son la escoria del tiempo detenido. Nada ocurre en
una pequeña ciudad de provincias. Solo es el escenario de la debilidad mental
de unos cuantos desaprensivos.
Con muchas
dificultades, Juan Antonio Bardem dirigió con precisión esta historia que hunde
sus raíces en la más acerada crítica social, denunciando la hipocresía reinante
en época del Régimen, haciendo evidente la escasa talla moral de muchos que
hacen morir todo lo que puede ser bueno. Betsy Blair está eminente como Isabel
de Castro, la solterona que tiene mucho que ofrecer, que sueña y pronuncia el
nombre de aquel a quien cree amar. José Suárez brilla con ese Juan que no tiene
nada que ofrecer y que huye acobardado y sitiado por los demonios de su
conciencia. Y todos nosotros, con un poco de nuestro corazón, nos quedamos con
ella, tras ese cristal salpicado de gotas de lluvia, comprendiendo su destierro
de la vida y compartiendo ese futuro negro y pesimista que estará dominado por
la reclusión.
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